En los marcos retorcidos de las ventanas de Varosha se atestigua la oxidada pereza del tiempo. Horas y minutos bronceados frente a la pleamar. Cientos de apartamentos, abiertos como ojos de cadáveres, son testigos del deambular del sol y de la luna, mientras que por las calles transitan las sombras de los edificios; cruzan los pasos de peatones; invaden los arcenes o curiosean el caducado escaparate de un concesionario de coches.
Antes de 1974, convivían en Chipre turcos y griegos, en una mezcla transparente que solo se enturbiaba a medida que se ascendía en la escala de poder. Los políticos progriegos anhelaban fusionar la isla a Grecia en oposición a los políticos proturcos que abogaban por dividirla en dos, pero esta era una controvertida decisión, continuamente aplazada, que solo se disputaba en tabernas y barberías hasta que unos cuantos grecochipriotas se la tomaron demasiado en serio. En 1974 asestaron un golpe de estado que derrocó al presidente de su propio partido desequilibrando la balanza hacia la unificación con Grecia. Turquía, temerosa de perder su influencia en el país, desplegó una rápida invasión en la que conquistó el treinta y siete por ciento del territorio, provocando que miles de grecochipriotas huyeran desde el norte al sur de la isla y otros tantos turcochipriotas realizasen el camino inverso. Chipre quedó dividida en dos por un golpe de estado que se había colado un gol en propia puerta.
Varosha había sido hasta entonces un coqueto y moderno enclave turístico junto al mar Mediterráneo, donde los hoteles de lujo se vanagloriaban de alojar a celebridades como Elizabeth Taylor o Brigitte Bardot. La avenida de las Palmeras alfombraba de glamour el paseo hasta la playa de Glossa, de arena blanca y celestes aguas. Por ella se pasearon infinidad de artistas que acudían a este lugar tranquilo junto a la costa para alojarse en el Hotel King George o el Hotel Grecian Sands y disfrutar de los pubs, como el Golden Sands Club, que acaparaba las fiestas en el verano con su despliegue de cócteles tropicales al ritmo de las canciones de ABBA o de Stelios Kazantzidis. También se ofrecían espacios en otros locales más discretos y elegantes, como el Cavo d’Oro, para ocultar besos prohibidos en la clandestinidad de los rincones. Los años 70 desfilaban en Varosha por una pasarela de moda que colmaba la calle Eleftherias de boutiques de alta gama y joyerías donde irradiaba la luz irisada de los diamantes expuestos en los escaparates. La ciudad, mayoritariamente habitada por ciudadanía griega, vivía alegremente ajena a lo que estaba a punto de suceder. Una redada militar con decenas de tanques irrumpiría en la fiesta sin dar tiempo a colgar las lentejuelas.
Aquella madrugada, Varosha se confundió de latitud. La línea verde fronteriza que dividió a la República de Chipre del Sur de la no reconocida República Turca del Norte de Chipre, la dejó plantada en territorio enemigo. La víspera del 15 de agosto de 1974, sus habitantes recogieron sus pertrechos y emprendieron la huida hacia un destino precario. Dejaron tras de sí sus propiedades, sus trabajos y las cuentas pendientes. Tan solo se llevaron consigo la desilusión por un futuro que acababan de encerrar tras una alambrada de concertinas.
Varosha ha estado durante años en la mirilla de los francotiradores turcos encaramados en las garitas que cercan la ciudad. La estación de trenes aún espera el retorno de los viejos ferrocarriles de turistas que animaban las playas de Famagusta. En la oficina de correos, los cajetines vacíos tienen hambre de noticias y en el concesionario Toyota se exhibe un modelo Celica aburrido de polvo. Las tiendas de ultramarinos todavía conservan alguna lata sin etiqueta sobre las estanterías y los despachos ansían el martilleo de sus grises Olivettis. En el verano del 74, Varosha se desangró por sus venas de asfalto mientras los tanques turcos pregonaban su amenaza por los barrios. La perla de Famagusta se quedó rezagada en la huida.
Tras la pandemia, el Gobierno del Norte de Chipre ha reabierto las heridas anunciando la reapertura de la ciudad de Varosha para los ciudadanos turcochipriotas. Esta medida, rechazada internacionalmente, ha permitido el acceso a las antiguas playas a numerosos curiosos que han podido fotografiar la inquietante paz de la indolencia. Aun así, los cambios suceden con lentitud de siglos en Varosha. La ciudad aguarda a que el tiempo muerto y los nacionalismos se muden a otro lugar en el que corromper la vida. Regresarán entonces sus moradores para construir sobre sus cicatrices una gran lápida que entierre su abandono.