miLos exhaustos nuevos padres Jesús (David Pareja) y María (Estefanía de los Santos) están buscando algo para unir su salón. Pero en la tienda de muebles, cuando un empalagoso vendedor (Eduardo Antuña) sugiere la “famosa” mesa de centro Rörret (con tapa de cristal, sostenida por dos ninfas doradas, por un precio de 1.099 euros), emergen viejas tensiones. Jesús está enamorado; María piensa que es una abominación de mal gusto. Ella puede elegir todo, dice, incluso obligarlo a tener hijos y también dictarle el nombre de su hijo, Cayetano. “Un nombre de mala calidad para un torero fascista”, dice. El vendedor, que comparte el apodo, está desconcertado.
Lo peor sucede; ellos compran la mesa. En realidad, eso no es lo peor: es lo que ocurre, en la mesa, cuando María sale a comprar provisiones para una cena con el hermano de Jesús. La película (la segunda de Caye Casas) de repente se desvía de lo que al principio parece un absurdo retro al estilo de Quentin Dupieux a algo mucho más directo: una exploración escabrosa de hasta dónde se puede llevar la comedia negra.
Parece que hay límites. El incidente es tan espantoso que la mordaz comedia costumbrista de Casas sólo puede sobrevivir mientras los personajes no se den cuenta. Y, por supuesto, uno de ellos no lo es, por lo que la película oscila entre Jesús postergando nerviosamente la verdad y transmisiones de PTSD sin humor desde el interior de su cabeza en una vena de película de terror. Las interrupciones monumentalmente inapropiadas –como Cayetano el vendedor que regresa con un tornillo faltante, o la vecina de 13 años (Gala Flores), que cree que Jesús está enamorado de ella– son agudas. Pero con Casas manejando las transiciones con la delicadeza de un DJ haciendo malabarismos con bloques de brisa, los dos tonos chirrían. La farsa disonante se vuelve amarga cuanto más se acerca la atrocidad; a su vez, continuamente pone en cortocircuito la tensión del terror inminente de Jesús.
Nada debería estar más allá de los límites de la comedia, por supuesto, y hay una especie de audacia en hasta dónde intenta llevarlo Casas, y un atractivo descarrilado al ver si él y Jesús pueden aguantar el rellano. Pero incluso un director tan astuto como David Lynch tuvo que dar un paso al costado hacia la metáfora para hacer aceptable el tabú en Eraserhead, que reflexionaba sobre ansiedades paternas similares. Casas tiene un olfato innegable para los pecadillos de la clase media, pero el tono lo es todo.