En la mina de oro, como en el amor, todo comienza por una veta. Alguien la sugiere. Otro la declara. Resplandece el brillo del mineral de entre la negrura de una cueva, y su esplendor hace que se inicie la aventura. Se pone en marcha una industria a su alrededor. Se instalan costosos ingenios para separar el mineral de la roca. Se construyen cintas transportadoras, molinos de limpieza, silos de almacenaje. Se habilitan viviendas para los ingenieros, los transportistas, los mineros. Llegan las familias. Inauguran colmados donde aprovisionar el alimento, bares donde desahogar las penas e iglesias donde reconciliar el espíritu. El tráfico fluye por los nuevos caminos y senderos asfaltados. La ciudad, alrededor del oro, tiene la contundencia de una pasión recién descubierta.
Arriba la mina, abajo los obreros. Rodalquilar se asemeja a un jardín vertical. El enclave minero de Cerro del Cinto albergó oro en sus entrañas y, en los años 20, llegó a cubrir de dinero los bolsillos de la Compañía Norteamericana St. Anthony Mines con la exageración de los enamorados. Las pupilas de los habitantes del pueblo se dilataron con la vivacidad de una estrella fugaz. Se construyeron hospitales y escuelas para los trabajadores donde se hablaba inglés, se intercambiaban costumbres y, en privado, se coqueteaba al ritmo cruzado del Charlestón. Los sueños de progreso se adhirieron a la piel de los almerienses con más fuerza que el oro a la roca volcánica. Aquellos años 20 se vivieron con el desenfreno efímero de quien ama después de haber sobrevivido a una guerra, con noches que brillaban más que el día y días oscuros como una resaca. La crueldad del siglo XX, sin embargo, deshojaba con prisa sus hojas en cada otoño, deseoso por liquidar la loca frondosidad de aquellos años y festejarlo con una crisis que dejaría a Europa más árida que un desierto. Tal que un amor de verano, la ilusión se desvaneció con el invierno. Y los mineros y el oro aguardaron al pairo amores mejores.
Cabalgaron los años 30 sobre el territorio ocultando el oro bajo la maleza de una cruenta guerra que separó, con la rotundidad del cianuro, las dos Españas. Erosionó el país y con él todo aquello que resplandecía bajo la arena. Agonizaron los años cuarenta y aquellos caballos hostiles, cansados y hambrientos, se prendaron de la calma en la que se reflejaba el mar sobre la costa de Almería. Las laderas secas de Rodalquilar parecieron resplandecer entonces con un brillo de varios kilates.
El Instituto Nacional de Industria promovió una quimera frente a aquellas playas, trazando una instalación minera y una ciudad sobre un sueño fracasado. Reconstruyeron el ingenio, los molinos, los silos, las casas de los trabajadores y la escuela. El hospital de San Ramón y la Iglesia de Santa Bárbara fueron restaurados. Resucitaron el sueño de la pesadilla. Desde lejos volvió a percibirse, tras la calima, el espejismo de Rodalquilar.
Se precipitó la década de los cincuenta en Cabo de Gata con una fiesta febril que bailaba al son del traquetear de las máquinas. Muchos intuían que aquella no duraría demasiado pero aún así, el empeño andaluz por construir el paraíso sobre un desierto, levantó, no solo el ánimo de los obreros y de los ingenieros, sino la cuadrícula de un pueblo sencillo con aspiraciones de reyes. La calle del Oro, la calle Mina Vieja, la calle del Laboratorio… la vida circulaba en Dodges, Citröens o incluso un antiguo Hispano Suiza T-49 de 1935. El claxon de los vehículos ahuyentaba los pensamientos agoreros que profetizaban el previsible agotamiento de la calidad del mineral.
No tardó en llegar. A mitad de la década de los 60, el oro no lograba costear su extracción y la mina se cerró definitivamente. Hoy se pueden contemplar los restos de lo que hubo. La mina abandonada se ha mimetizado con la roca como antaño lo hiciera el oro, y las viviendas de los mineros, decoradas con modernos grafittis, albergan solo el aire salino del mediterráneo. Ya no se oyen los ecos del Charlestón, ni resisten las rodadas de los vehículos. No hay restos de Brandy sobre los mostradores ni discos de boleros en las gramolas. Nadie recuerda el sueño americano ni las plegarias frente al altar de Santa Bárbara. No queda nada del oro que alimentó la ciudad.
En la mina, como en el amor, todo termina con una piqueta sobre el suelo pisoteado. Alguien lo sugiere. Otro la abandona. La ciudad comienza a quedarse desierta cuando el brillo del mineral, como la pasión, se vuelve mate.