Quizás diga una imprudencia, pero el barroco no es contemporáneo. Lo sé: vivimos tiempos cronológicamente confusos, en los que cualquier sacamantecas te arregla la vida con una ración de Séneca y una pizquita de Marco Aurelio. Pero créanme, un señor de 1700 no está hablando para usted.
Pese a ello, a las artes no les queda otra que dialogar continuamente con el pasado. El embrollo está servido. Anoche, el Teatro Real estrenó Orlando, un operón de esos que ya no quedan. Tres horas de gorgoritos, arias repetitivas, cameos de medio olimpo y estructura dramática inconsistente. ¿Pesado? Culpa suya, por escucharlo mal. Cuando Händel entregó la partitura, los teatros no eran el muermo que son hoy. No se apagaban las luces, el respetable charlaba y, si se terciaba, le hacía ojitos al del palco de enfrente. Con este panorama, uno comprende que a los compositores les importase un comino la coherencia del libreto. Más, cuando sabían que los aristócratas no se acercaban al teatro intrigados por una nueva proeza compositiva, sino a disfrutar del arsenal vocal de los grandes divos del momento: Senesino (el favorito de Händel), Francesca Cuzzoni, la Bordoni o el archiconocido Farinelli.
El predominio del intérprete sobre el compositor trajo algunas tiranteces. Si el castrato de turno sentía que a su papel le faltaba pirotecnia, ignoraba el pentagrama para pavonearse a gusto. Hartos de tirarse de la peluca, las partes llegaron a un acuerdo: te escribo un aria larguísima; la primera parte (a) la cantas al pie de la letra, luego metemos una transición (b) y finalmente repetimos (a) para que te desquites a gusto. El apaño funcionó, pero hace que un propio se pase diez minutazos sacándole brillo a cinco o seis versos. Luego, sobre el clave, entra un recitativo que patea la trama unos metros adelante. El barroco va al tran tran.
Volvamos a Orlando. La historia no tiene mayor misterio: un héroe está prendado de una moza que no le corresponde. Le da un siroco y mata hasta al puntador. Pero estamos en el siglo XVIII y aquí las historias tienen un final feliz, así que, en realidad… lo hizo un mago. El grupete, vivito y coleante, canta un remate moralizante y cae el telón. El Real le ha encargado a Claus Guth (viejo conocido de la afición) que apañe este guion. Él trae su repertorio habitual: escenarios que giran, casas seccionada a lo Trece Rue del Percebe y marquesinas de autobús. Los aficionados del coliseo madrileño (qué sinónimo tan pretencioso) recordarán estos trucos: ya se los vimos en Rodelinda y Don Giovanni.
Los momentos más brillantes coinciden, justamente, con el enloquecimiento del protagonista» Para agilizar la farfolla mitológica y los parlamentos inentendibles, Guth plantea la acción en un motel a las afueras de Miami, donde se hospeda Orlando, un veterano de guerra hasta las trancas de estrés postraumático. La furia del personaje se muestra mediante escenas de videojuegos y jaquecas; en su descenso a los infernos aparecen fulanos con cabeza de dóberman haciendo el cancerbero. La treta funciona a pesar de sus lagunas. El libreto, ya les digo, tampoco da para más. Los momentos más brillantes coinciden, justamente, con el enloquecimiento del protagonista. El resto, más bien tedioso: el food truck que regenta Dorinda y la estética de extrarradio no te encandilan por mucho que Guth las centrifugue (qué manía con el botón de girar, chico).
En el foso, dirige Bolton acompañado del Monteverdi Continuo Ensemble. No me atrevo a enmendarle la plana a tamaño experto, pero tuve la impresión de que su dirección, que nos ofreció momentos de gran delicadeza, cayó en lo parsimonioso. Me gustó que las oberturas sonasen con el telón bajado. Ya comentamos en Medea la feísima querencia de algunos registas por rellenar la música con saltimbanquis. Para compensar, la propuesta permite ciertas licencias musicales a los personajes. ¿Han visto alguna vez a un hechicero borracho? El Zoroastro de Florian Boesch fue la gran sorpresa de la noche: un personaje doble (elegante mercenario en la mente de Orlando, ebrio indigente para el resto del mundo) que va chuzándose a medida que avanza la función. Su Tra caligini profonde beoda me pareció prodigiosa.
El rol principal cayó en manos del contratenor Christophe Damaux, que hizo un Orlando vocalmente meticuloso, escaso en potencia, rico en los finales de las arias y sobresaliente en lo actoral. Me gustó ‘el aria famosa’ (Fammi combattere) y me encandiló en el Vaghe pupille, non piangete, no. Anna Prohaska hizo una Angélica inexpresiva: uno no sabía si estaba alegre o deprimida porque todo lo canta igual. Su momento de mayor lucimiento fue el terceto Consolati o bella, gentil pastorella: necesitar refuerzos es mala señal. Giulia Semenzato hace una magnífica Dorinda. Su Quando spieghi i tuoi tormenti fue de lo más disfrutable de la noche, con la inestimable ayuda de los violines de la orquesta, que remedan el canto de los pájaros. Cierra el elenco Anthony Roth Constazo en el papel de un correcto Medoro (que con estas dificultades, no es poca cosa).