“Sígueme, tú también me adorarás: te voy a convertir en un fascista”, afirma el mismísimo Benito Mussolini mirando fijamente al espectador en un momento de ‘M. El hijo del siglo’. También conocido como ‘Il Duce’, lideró temibles escuadrones paramilitares y aterrorizó a sus rivales políticos antes de suspender la democracia en Italia para instaurar una dictadura que posteriormente sirvió de modelo al nazismo; pero la nueva serie, cuyos ocho episodios acaban de ver la luz en la Mostra de Venecia, nos incita a que sintamos simpatía por el creador del fascismo. “La idea es invitar primero al espectador a que se deje seducir por el carisma maléfico del personaje, y después hacerle entender qué peligroso es caer en esa tentación”, explica el director la nueva ficción, Joe Wright, de regreso en el certamen italiano tras presentar aquí los dramas de época ‘Orgullo y prejuicio’ (2005) y ‘Expiación’ (2007). “Además, creo que es un error demonizar a los dictadores. Es importante dejar claro que son igual de humanos que nosotros”.
Basada en la novela homónima de Antonio Scurati, la serie retrata al ‘Duce’ desde que creó el partido de los Fasci Italiani en 1919 hasta el dramático discurso que dio en el Parlamento en 1925, durante el que asumió la responsabilidad del asesinato del líder socialista Giacomo Matteoti y desafió a sus críticos a que tomaran medidas legales contra él antes de declararse oficialmente un dictador. Y en el proceso lo retrata como un individuo moralmente corrupto, envenenado de narcisismo y dispuesto a hacer lo que sea necesario y traicionar a quien haga falta con el propósito de amasar más poder, alternando entretanto el análisis de su dimensión pública con miradas recurrentes a su vida privada y sus relaciones personales. “En el caso de Mussolini creo que no hay diferencia alguna entre el hombre y el político, ambas facetas son inseparables: el fascismo es la versión política de la masculinidad tóxica”, opina Wright, que ya acumuló experiencia en el ámbito del ‘biopic’ político gracias a uno de sus largometrajes más recientes, ‘La hora más oscura’, en el que rememoró la figura de Winston Churchill.
Definida por el director británico como “una mezcla estilística de ‘Scarface, el terror del hampa’ (1932), ‘El hombre de la cámara’ (1929) y la cultura ‘rave’ de los años 90”, ‘M. El hijo del siglo’ va adoptando tonalidades más oscuras a medida que avanza; si su primero episodio tiene mucho de comedia, el último se adentra en el terreno del terror alucinatorio. Y entretanto, la serie nos recuerda una y otra vez que su asunto central no es el pasado sino el presente. “Mussolini y su populismo de extrema derecha son una influencia esencial de las políticas que están proliferando en todo el mundo, y contra las que debemos combatir”, recuerda Wright. En una de las constantes rupturas de la cuarta pared que efectúa a lo largo de la serie, el dictador -magníficamente encarnado por Luca Marinelli-, nos advierte: “Nos ven como payasos, como mentirosos, como bufones. Quizás, quizás, pero eso es irrelevante: somos el futuro”. Queda dicho.
La directora georgiana Dea Kulumbegashvili. / FABIO FRUSTACI
A por el León de OroCon su primer largometraje, ’Beginning’ (2020), -historia de una Testigo de Jehová cuya vida da un vuelco cuando su iglesia es escenario de un atentado extremista-, la georgiana Dea Kulumbegashvili hizo historia en el Festival de San Sebastián al ganar los premios a la Mejor Película, la Mejor Dirección y el Mejor Guion, y eso explica que su segunda película fuera una de las más esperadas entre las que este año compiten en la Mostra. Esas expectativas han resultado estar del todo justificadas.
Tan rigurosa a niveles formal y narrativo como su predecesora, la nueva película observa a una ginecóloga que trabaja en un hospital del este de Georgia, un lugar en el que las mujeres acostumbran a casarse durante la adolescencia y a dedicarse en cuerpo y alma a ser madres. Cuando un bebé muere solo unos instantes después de nacer, se ve convertida en objeto de una investigación que amenaza con revelar que, cuando no está en la clínica, se dedica a recorrer las zonas rurales para practicar abortos clandestinos. En la carretera, a menudo mete en su coche a hombres desconocidos con los que tiene sexo urgente, a veces abusivo.
Kakha Kintsurashvili, Ia Sukhitashvili, Dea Kulumbegashvili y Merab Ninidze, el equipo de ‘April’, en Venecia. / Vianney Le Caer
Mientras la contemplamos, no tarda en quedar claro que su total entrega al servicio a otras mujeres es menos una cuestión de principios que el síntoma de un trauma soterrado del que trata de redimirse, y que el sombrío territorio a través del que viaja no es sino reflejo de algunas zonas oscuras que anidan en su interior. Repetidas veces a lo largo de la película, pasea por la pantalla una figura monstruosa de forma humanoide, de piel descolgada y sin rostro, que tal vez es una manifestación de sus sentimientos de culpa y del desprecio que siente hacia sí misma, pero quizá no. ‘April’ no tiene interés alguno en explicarse a sí misma, y en parte por eso es una obra que exige mucho al espectador aunque, eso sí, le ofrece mucho más. Resulta inimaginable cualquier versión del palmarés que no cuente con su presencia.