Sobre la entrada de Jonestown aún puede leerse un letrero: «Bienvenido al Templo del Pueblo», pero lo cierto es que a lo que se accede desde esa ubicación es a una enmarañada selva que camufla el horror. El Templo del Pueblo yace bajo una espesa maleza que cubre, no solo la tierra, sino el estigma que dejaron 918 cadáveres sobre la piel del 18 de noviembre de 1978.
Las palabras son como ladrillos que edifican sobre las voluntades. Tabiques y pilares robustos sostienen habitaciones, salones, escenarios e incluso templos. Más altas las cúpulas cuanto más atrayente es el discurso. Bien lo saben los políticos, los reyes, los dictadores y los ministros de la religión. Las personas nacen con débiles cimientos que se endurecen con cada caída. Nada hay tan agresivo como el lenguaje. Un arma de destrucción masiva cuando la empuña la locura.
El predicador norteamericano Jim Jones, opaco como el cristal de sus Randolph, manipuló el lenguaje para construir un templo alrededor de sus oscuras obsesiones. No le sirvieron simples materiales, sino que utilizó a personas: adultos, ancianos y niños que confiaron en las reivindicaciones de su voz meliflua respecto a igualdad, solidaridad e integración. Buena argamasa que sirve de engrudo para el cerebro y entumece la razón.
En 1974 fundó una comunidad agrícola en Guyana, muy lejos del control y las presiones de las leyes estadounidenses. Un amplio espacio multicultural, autosuficiente y de marcada tendencia hacia la sumisión. Su discurso promulgaba la justicia y la cohesión en torno a su liderazgo mesiánico, prohibiendo empatizar con cualquier mensaje que proviniera del exterior de la comunidad. Prometía una convivencia idealizada, basada en el trabajo colectivo. Se cultivaban frijoles, arroz, yuca, plátanos, caña de azúcar y algunas hortalizas. Jim Jones predicaba que la producción obtenida por el trabajo de todos sostendría a la comunidad y nadie tendría más propiedades que su prójimo.
Entrada a Jonestown con el letrero: «Bienvenido al Templo del Pueblo» / Grtty
Las sectas imponen su razón y se adueñan de términos que pertenecen al diccionario. Luego, cuando se entrega la voluntad, se manipula el significado y lo que era trabajo colectivo se convierte en la esclavitud de trabajos de doce horas sin descanso. Se despoja de dignidad la anunciada igualdad, exceptuando a los dirigentes. La autosuficiencia se escribe con m de malnutrición y h de hacinamiento y, allí donde se hablaba de libertad, solo se percibe el miedo. Cualquiera que se atreva a cuestionar el discurso del líder es perseguido y considerado un traidor a esa sólida patria izada con la fuerza del engaño.
El congresista norteamericano Leo Ryan subestimó el lenguaje de Jim Jones. El 17 de noviembre de 1978 acudió a Jonestown acompañado de familiares y exmiembros de la secta para comprobar personalmente las condiciones de vida en aquel rincón de Guyana. Antes de que los gritos de auxilio se impusieran, el verdadero lenguaje no se hizo esperar y fue recibido con balazos que acabaron, además de con su buena voluntad, con su vida derramada sobre la pista de despegue desde donde trataba de huir.
La mentira se sirve a sorbos y sabe a cianuro con zumo de uva. Esa misma noche en Jonestown, Jim Jones, azuzado por un séquito enloquecido, organizó un siniestro aquelarre en el que sirvió la muerte en vasos de plástico mientras arengaba por última vez a una masa enfervorecida de prosélitos con un terrorífico discurso grabado en una cinta de casete que los medios bautizaron como la Death Tape (la cinta de la muerte). En ella, aún se puede oír entrecortada la voz melindrosa de Jones: Hemos vivido con dignidad y moriremos con dignidad. Lo que hacemos no es un suicidio, es un acto revolucionario. Al otro lado del micrófono se escuchan las voces exaltadas y aprobatorias de los iluminados. Horas más tarde, 918 cadáveres, entre los que se encontraban 304 niños, yacían amontonados como ladrillos en una imagen que aún perturba la retina de antiguos telediarios.
Si llegas a Jonestown encontrarás el portalón de bienvenida donde las palabras aún no se han borrado: «Bienvenido al Templo del Pueblo», pero no hallarás al templo ni al pueblo, sino el vacío que engendra el fanatismo.