Los helicópteros del Ejército de Colombia rompen el silencio de las noches en El Guaviare, una extensa superficie de tierra caliente en el sudeste del país del realismo mágico, para proteger a una población que sueña con ofrecer a la humanidad su paraíso ecoturístico y una despensa de una riqueza y variedad extraordinarias tras poner fin a la pesadilla padecida por el interminable fuego cruzado entre la guerrilla de izquierdas y los grupos armados ilegales. Es la jungla donde pasaron seis largos años de cautiverio en manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Ingrid Betancourt y su secretaria Clara Rojas. Es también la selva donde cuatro niños indígenas estuvieron perdidos durante 40 días tras sobrevivir a un accidente aéreo. Fueron rescatados milagrosamente el pasado 9 de junio.
En la década de 1980 se instalaron allí también los narcoterroristas, que inundaron las calles de las pequeñas ciudades y los caseríos de billetes mientras montaban en la espesísima selva tropical sus clandestinos laboratorios de cocaína. Durante más de cincuenta años, El Guaviare acogió en medio de una confusión total a los guerrilleros de las FARC, a los paramilitares de extrema derecha y a los narcotraficantes liderados por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez ‘El Gacha’. Ahora a sus sufridos habitantes les toca aprender a vivir con muchas dificultades en una paz para ellos desconocida.
«Aquí todo el mundo ha estado relacionado con el negocio de la cocaína», reconoce Arnoldo López, guía turístico que muestra con orgullo a los visitantes las riquezas de un mundo abandonado, el de mayor biodiversidad del planeta, cubierto de una flora copiosa y de una fauna exuberante, donde se esconden pinturas rupestres con pictogramas aún sin datar grabados en los impresionantes tepuyes sagrados de los indígenas, sólo accesibles para los chamanes. Por este edén transcurren ríos coloreados por bellas plantas acuáticas y se alza una vista espectacular de la imponente Serranía del Chiribiquete, enclavada en el Escudo Guayanés, una de las formaciones rocosas más antiguas de la Tierra, que atraviesa Venezuela, Brasil, Guyana, Guayana Francesa y una parte de Colombia. Un paisaje fascinante.
Tierra de colonos habitada por cabucos, mestizos de blancos e indígenas, el fértil Guaviare pasó de la comercialización del caucho al negocio de las pieles salvajes para entregarse a partir de mediados de 1980 a la producción primero de marihuana y después de cocaína, una droga que llenó los bolsillos de las mafias más sanguinarias de Colombia y las arcas de los guerrilleros y paramilitares que ahora emergen de la selva para reincorporarse a la sociedad civil tras la firma de la controvertida paz acordada el 24 de noviembre de 2016 entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y los líderes de las FARC. Una paz con un extenuante e interminable camino plagado de baches.
Los habitantes de El Guaviare han aprendido a manejar los silencios y afrontan con incertidumbre nada disimulada la oportunidad de dejar atrás el narcotráfico y la violencia. «No es fácil», reconoce César Arredondo, guía turístico que creció en San José del Guaviare bajo la dictadura de las FARC, donde los guerrilleros castigaban con severas palizas a los menores que descubrían fumando un simple cigarrillo. Con los ladrones y traficantes de droga eran todavía menos condescendientes. Simplemente los mataban, aunque ellos no tuvieran el menor reparo en hacer negocio con la coca de purísima calidad producida por los narcos.
El segundo país con más minas antipersonas del mundo Los comandos liderados por Rodrigo Londoño, ‘Timochenko’, ordenaban férreamente la vida de los campesinos. Les indicaban cuándo podían cultivar, talar árboles o cazar en un afán controlador que sin proponérselo ha acabado protegiendo este paraíso de la destructiva mano del hombre. En Colombia, el segundo país con más minas antipersonas del mundo, después de Afganistán, existen más de un millón de kilómetros cuadrados de tierra virgen controlada durante el último medio siglo por las guerrillas, de izquierdas y de derechas, y por los narcotraficantes, que en un trueque perverso llegaban a pagar los trabajos campesinos de los ingenuos indígenas con pequeños cartuchos de cocaína. «Cuando era más joven no podía salir de casa después de las ocho de la tarde», rememora Arnoldo López al referirse al toque de queda que el miedo a los milicianos impuso a los 60.000 habitantes de San José del Guaviare, capital del departamento.
En la memoria de los mayores permanecen grabadas a sangre y fuego las imágenes de la masacre en 2002 del Boyacá. Las FARC, enfrentadas a los paramilitares por el control de la zona y el acceso al río Atrato, asesinaron en una iglesia a más de 100 personas refugiadas en el templo. Tampoco pueden olvidar la matanza de 32 paisanos en Maripián en 1997, provocada por un ataque de los ‘paracos’ de Carlos Castaño Gil contra los que consideraban colaboradores de las guerrillas del Sur.
La vida en El Guaviare ha sido muy dura, admiten todos, decididos ahora, por fin, a disfrutar de la belleza de sus paisajes. Pero exigen la presencia del Estado, al que recriminan haberlos abandonado a su suerte durante los más de 50 años de conflicto. «Por aquí los políticos sólo pasan cuando es época de elecciones, y poco», censura Abraham Ballesteros, que junto a su esposa, Sonia López, custodian el acceso al empinado camino que lleva a las pinturas rupestres de Nueva Tolima, en la Sierra de la Lindosa.
La misma crítica lanzan los pobladores de las paupérrimas comunidades de los márgenes del río Guaviare, un caudal de 1.497 kilómetros de largo formado por la confluencia de los ríos Guayabero y Ariari. «A finales de la década de 1980, en pleno apogeo del narcotráfico, aquí había hasta una discoteca», recuerda con nostalgia una antioqueña de 66 años que vive desde hace 45 en este poblado atormentado por las balas del Ejército, la guerrilla y los paramilitares de Castaño Gil. En 2004, los «paracos» comenzaron a salir de las zonas que controlaban para reincorporarse a la sociedad. No lo hicieron todos, pues algunos crearon nuevas brigadas criminales que aún atemorizan a los indígenas, trafican con droga y se dedican sin el menor escrúpulo a la minería ilegal.
El Parque Nacional de la Serranía del Chiribiquete El Parque Nacional de la Serranía del Chiribiquete surge de improviso en este vasto y frondoso paisaje extendido por el departamento del Caquetá. Más conocido como El Brócoli, por la asombrosa espesura de su vegetación, tiene una extensión superior a la de los Países Bajos. El Chiribiquete, de 575.000 hectáreas, fue elegido por Pablo Escobar para ocultar en Tranquilandia su mayor laboratorio de cocaína, camuflado en una tupida selva amazónica inundada de ríos, salvajes, vestigios de rituales indígenas y plantas alucinógenas, tóxicas y medicinales.
Descubierta esta frontera del mundo civilizado en 1987, unos expedicionarios del Jardín Botánico de Madrid colaboraron en 1991 en la investigación del descomunal paraje sagrado de la tribu de los karijonas, habitado por centenares de especies de aves y mariposas.
Es el paraíso atrapado en un conflicto que aún no se ha calmado del todo para llevar la paz a los campesinos de El Guaviare, decididos a cambiar el cultivo de la hoja de coca por el cacao, el café, la batata o las piñas mientras se procede a limpiar las zonas infectadas por los plaguicidas lanzados desde el cielo en el marco del plan Colombia suscrito con Estados Unidos en 1999 para acabar con las extensas plantaciones de cocaína.