Antonio Robles ha muerto. Era el lector perfecto. Su amigo Arturo Pérez-Reverte, que publicó desde muy joven en la editorial para la que trabajaba este hombre tan singular, tan importante, tiene escrito sobre él, cuando el creador de Alatriste era un muchacho y su amigo llegaba a los 45 años: “El hombre cuya intuición literaria más respeto en el mundo se llama Antonio Robles, tiene 45 años y fuma en pipa”.
Robles fumó en pipa siempre, caminaba como si estuviera buscando sitio en un barco a la deriva y era cejijunto y a la vez cachondo, se reía de su sombra y no prestaba atención sino a los libros, a sus hermanas y a las muchas mujeres a las que adoró, entre ellas a sus compañeras de trabajo en Alfaguara, donde coincidí con él durante ocho años, más o menos. Antonio murió este último viernes y tenía 74 años.
En aquel texto que escribió para los diarios de Vocento el más celebrado de los autores de la lengua castellana, decía Pérez-Reverte sobre la capacidad de leer, y de convencer sobre lo leído, que quienes tenían voz de mando en la editorial le pasaban galeradas sobre las que le pedían opinión: “Él se las lee muy en serio”, señalaba el autor de El tango de la Guardia Vieja, “emite veredicto sin darle mayor importancia, y no falla ni una sola vez. Amaya Elezcano, mi editora-machaca favorita, dará testimonio de con cuánto respeto y preocupación le sometió el arriba firmante a Antonio el ordenanza el manuscrito de La piel del tambor, de cómo aquél nos pronosticó, con muy escaso margen de error, el número de ejemplares que íbamos a colocar en un mes”.
Y no sólo eso, señalaba Pérez-Reverte en aquel perfil: “Incluso, su juicio técnico me hizo suprimir dos líneas de un final de capítulo donde se detallaba cierto acto íntimo de un personaje de la novela. ‘De masturbarse’ -dijo Antonio muy serio- ‘sé más que nadie. Y te digo que esa postura es imposible’”.
A esa edad, y después, cuenta Arturo que Antonio Robles era enamoradizo sin suerte, pero a su alrededor, en la editorial y fuera de ella, estuvo siempre rodeado de mujeres que estos días lloran su pérdida y explican el enorme regocijo que proporcionaba su amistad.
A alguno de esos encuentros recientes que programaban sus amigas (Olivia Rojo, Natalia Vicioso, Ana Lyons, Marta Donada, Rosa Arrizabalaga, María Jesús Román) fui invitado, y ahí comprobé que aquel lector que Antonio había sido seguía teniendo la memoria, y el afán, que lo había hecho legendario lector de Pérez-Reverte, de Alfaguara, de Rafael Chirbes, de Nuria Barrios…
Era un lector, decía Reverte, “patológico, insaciable”; Paul Auster, el Quijote, Faulkner… “Un mes de agosto con poco trabajo se calzó a Faulkner de cabo a rabo, con un par. (…) Pero lo que de verdad te deja hecho polvo es su olfato para los buenos y los malos libros, así como para prever con antelación lo que será un éxito de ventas y lo que no”. Arturo era su confesor, su amigo, y fue el mejor exégeta de este hombre que nació en La Carolina y parecía el único que no dormía en Madrid mientras le duró el tiempo en que le pagaban como el cuidador del edificio, cuando era en realidad el lector en el que todos confiaban.
Entre sus pasiones imposibles estaba, naturalmente, Marylin Monroe, pero, como comprobaría tantas veces Pérez-Reverte y como sabían Amaya Elezcano, que sería editora y luego directora principal de Alfaguara, y tantos otros de sus admiradores (y, sobre todo, admiradoras), prefería (de nuevo, en palabras de Pérez-Reverte) “entre el humo de su pipa recorrer páginas de libros donde puede vivir historias maravillosas con mujeres de bandera como esa que tiene en la cabeza: su mujer ideal. Una hembra, confiesa, con el cuerpo de Almudena Grandes y el coco de Erica Jong”.
Era un hombre afectuoso, de admirable inteligencia, que caminaba lentamente y pensaba deprisa, y se reía por dentro de la obsesión que el oficio tiene por darle demasiada importancia a detalles nimios y menos al fondo de la escritura, a la que él le prestaba tanta atención como a esa pasión que tan feliz le hacía: imaginar que la lectura era una forma de amar, la mejor quizá, la más duradera.
A veces este editor que también fue amigo suyo lo veía al volver de las noches. Llevaba paquetes de un lado a otro; sabía qué iba dentro de cada uno de ellos, y antes de entregarlos, si eran manuscritos, ya sabía a ciencia cierta si merecía la pena abrirlos.
Deja tres hermanas, Pilar, María y Carmen, y con un afecto de hijas o de nietas se quedan tristes todas aquellas que fueron sus amigas, dentro y fuera de la editorial que fue gran parte de su vida de lector inteligente y callado excepto cuando le pedías cuenta del libro que había leído esa noche.