Karla Sofía Gascón. / Europa Press
La libertad de expresión es un concepto maravilloso. Una fantasía de palabra. Tan poderosa que nos define como sociedad, pero tan frágil que depende de los guardianes de la moral contemporánea para sobrevivir… o extinguirse. Y en esto, cierto sector de la progresía boutique ha encontrado la cuadratura del círculo: una libertad de expresión a medida, regulada con precisión quirúrgica. No vale cualquiera, no nos vayamos a confundir. Cuidadito. No es un derecho universal, sino un club selecto con acceso restringido, donde el carnet de socio se renueva día a día, según la última moda ideológica.
El caso de Karla Sofía Gascón es, en este sentido, una joyita. Un caso digno de estudio. Un ejemplo perfecto de cómo funciona el mecanismo de adhesión y exclusión en la política identitaria. Primero, la entronización. Una mujer trans, actriz y con discurso desenfadado. Un sueño idílico para la izquierda más woke, siempre en busca de trofeos humanos con los que embellecer su narrativa. En un instante, su nombre pasó de ser una nota al pie a convertirse en un estandarte. La usaron como símbolo, la elevaron como icono. Daba igual su talento, su trabajo o su trayectoria. Era, simplemente, perfecta para la causa. Y todo por la sencilla razón -para ellos, no para quien lo pasa- de haber considerado cambiar de género.
Pero, cosas de la vida, resulta que Karla Sofía tenía pensamientos propios. Caramba. Y no unos cualquiera, sino de esos que hacen saltar las alarmas en la comisaría del pensamiento progresista. Porque, por algún motivo insondable, se le ocurrió expresar dudas sobre el discurso oficial de la inmigración, ironizar sobre la asimilación del islam en Occidente o cuestionar esa curiosa manía de maquillar ciertos delitos según la procedencia del agresor. Nada especialmente incendiario en Occidente en 2025. Nada que no pueda oírse en la barra de cualquier bar. Pero suficiente para que la maquinaria de la cancelación se pusiera en marcha con una velocidad y eficacia que harían palidecer a cualquier régimen autoritario. Ya no era una heroína por haberse quitado la cuca. Ya era una mala persona porque no tenía el doble check del discurso sobre la inmigración.
De la noche a la mañana, la Karla Sofía que ayer era un ejemplo de superación y diversidad pasó a ser una apestada. Los mismos que la encumbraron, los mismos que aplaudían cada una de sus frases, los mismos que la sacaban en portadas y la convertían en referente y la sacaban a pasear fueron los que la arrojaron al abismo. Ya no era una actriz talentosa -sin saber si quiera si alguna vez lo fue del todo-. Ya no era una mujer valiente. Ya no era nada. ¿El motivo? La herejía de opinar diferente. Un crimen imperdonable en un mundo donde ciertos colectivos deben cumplir escrupulosamente con el guion que se les asigna.
Y aquí es donde llegamos al meollo del asunto. A lo mollar. Porque si algo ha demostrado la izquierda más ortodoxa es su capacidad para clasificar a las personas con un entusiasmo que haría sonreír a cualquier ministerio soviético. Viven proclamando que no debemos etiquetar a la gente, que hay que superar las categorías, que todos somos diversos… pero al mismo tiempo, reparten carnets de buena y mala gente con una ligereza digna de un revisor de tren.
En su particular visión del mundo, hay grupos que están condenados a ser víctimas eternas y otros que están predestinados a ser verdugos. Y dentro de esos grupos, cada individuo debe actuar conforme a su rol asignado. Si eres trans, gay, mujer o inmigrante, debes ser progresista. Sin excepciones. Si te sales del guion, si muestras un atisbo de pensamiento crítico, si cuestionas la doctrina oficial, automáticamente pasas al bando de los traidores. Te conviertes en un ser despreciable, en un ingrato que no sabe valorar todo lo que han hecho por ti.
Y en el fondo, lo que sale a la luz es una mentalidad profundamente clasista. Porque lo que subyace de este pensamiento es la idea de que ciertas personas no son individuos libres, sino peones en un tablero de ajedrez ideológico. A un homosexual no se le permite ser de derechas, porque eso rompería el esquema. A una mujer trans no se le concede la posibilidad de criticar el discurso hegemónico sobre la inmigración, porque eso haría saltar las costuras del relato. A una feminista no se le tolera discrepar de la agenda de género, porque eso cuestionaría la autoridad del movimiento. A un hombre no se le permite hacer ciertos movimientos si es padre, porque está abandonando a la mujer como bulto sospechoso que cuida niños. Y a la mujer madre no se le permite desear cuidar a sus hijos porque eso es malo y machista.
Y todo esto es, además, una mentalidad profundamente aburrida. Porque si algo define el pensamiento crítico es su capacidad para escapar de los dogmas, para cuestionar lo establecido, para abrir debates incómodos. Pero el progresismo actual, lejos de fomentar esa riqueza intelectual, ha decidido encapsular el pensamiento en compartimentos estancos. Cada colectivo tiene su manual de instrucciones, y salirse de él es un acto de rebeldía que se castiga con el ostracismo con el que se ha castigado a esta persona.
Pero lo curioso de todo esto es que, en su afán por controlar el discurso, han terminado cayendo en una paradoja totalmente fantástica. Porque al final, lo que han conseguido es exactamente lo contrario de lo que predicaban. Han pasado de defender la diversidad a imponer la uniformidad. Han pasado de luchar contra la censura a convertirse en censores. Han pasado de celebrar la libertad de expresión a perseguirla con saña.
Y, por supuesto, todo esto lo hacen en nombre del progreso, de la justicia y de la igualdad. Sin atisbo de ironía. Con la absoluta convicción de que están del lado correcto de la historia. Sin darse cuenta de que, al final, el verdadero progreso no consiste en imponer un pensamiento único, sino en aceptar que la libertad de expresión es, precisamente, la capacidad de pensar y decir lo que uno quiera. Y si esta señora piensa que hay «muchos moros» está en su derecho de pensarlo. Y si considera que una religión que promueve la desigualdad y cubrir a las mujeres con telas negras es una amenaza para nuestra sociedad puede hacerlo sin problema. O al menos debería.
Que yo sé que hablar sobre abusos o machismos en la Iglesia Católica es guay. Y decirlo de los musulmanes es racismo. Pero bueno no pasa nada. Tontos ha habido siempre y hay que aprender a convivir con ellos.
Incluso si eso molesta a los guardianes de la moral. Que son los tontos anteriormente mencionados, pero con un carguillo.
Qué pereza, criatura.
Viva Málaga.