En 2019 vi la misma película dos veces. Concretamente El Rey León, una por la mañana y otra por la tarde. Pero, y que gracia (no me hace ninguna), no eran la misma película: una el clásico animado de 1994; la otra, el live-action. Para más inri vi la original a drede, preparándome mentalmente para encontrarme con algo parecido a mi infancia, en ese tóxico juego de comparaciones donde enunciamos la misma sentencia -nada se iguala con la primera- pero siempre hacemos lo mismo -perder el tiempo, en mi caso, perder mi mañana veraniega abandonando la piscina-. Lo que dirigió Jon Favreau fue en realidad una traducción a imagen real con el mismo impetú de quien plagia y con el mismo estilo de quien conduce un documental de National Geographic. La broma me costó también dinero, pero a Disney sí le resulto gracioso: más de 1600 millones de dólares en taquilla.
Desde ese día no he vuelto a dar oportunidad a esta estrenada colección de clásicos reinterpretados: ni Mulan, ni Pinocho, ni La Sirenita, ni Peter Pan (¿cuántas llevan ya?, no sé si lloro o pregunto) me han encandilado con su promesa tácita de recuerdos de infancia.
En Hollywood nos han acostumbrado a vivir recordando, llevando el proverbio «el pasado siempre fue mejor» a una práctica exhaustiva. Ver la misma película es el ansiolítico que revela una enfermedad que nos resistimos a ponerle cura, propagada en millones de visualizaciones en Youtube y una anunciada cartelera de semblantes demasiado conocidos.
Disney no da espacio a la alternativa en 2025 -Blancanieves y Lilo y Stitch salen a la palestra en carne y hueso- y Dreamworks prueba por primera vez con «Como entrenar a tu dragón» si el escáner de la realidad imprime billetes.
No siento que el espectador se esté rebelando ante un modelo que concibe el cine como la energía -no se crea, sino que ya se transforma- y peor aún: se calca.
Vengo a este texto a formular preguntas retóricas y balbucear hipótesis: si vamos al camino fácil, la incontestable inteligencia práctica que se dialoga con carteras. Simple y llanamente por dinero. Pero John Stith Pemberton, creador de Coca Cola, no reprodujo billetes a partir de una lata vacía. Disney o Dreamworks comparten una receta ecuacional, de mentes tan brillantes en su acomodo. La película no necesita venderse a si misma, porque nunca lo hará de sus nuevas imágenes. Vende, en contradicción, el recuerdo de la versión anterior, ahora perdida en una plataforma que demanda inmediatez. Y nosotros, súbditos de la nostalgia, vamos directos a confirmar que todo sigue intacto. Que se sigue creando magia con los mismos ingredientes. Esta Coca Cola sabe igual, pero encima real. También se crean live-actions porque los que crecen con los cuentos no creen en ellos, como si la animación necesitara la validación de la realidad. Ahora de mayor, tan consciente de que mis sentidos son desconfiables como cuando veía el mundo en una altura contrapicada, creo que la animación es una metáfora de que la humanidad no necesita verse.
Apoyo a medias el concepto del reboot, donde se interpretan flecos que sus personajes casi murmuraron o se complementan ideas que son tangenciales al desarrollo original. Una línea recta con ramificaciones. El ejemplo perfecto es La Bella y la Bestia (2017), un metraje más extendido para perfilar esas aristas que quedaron a la intuición del espectador (Lumiere o la niñez de Bestia). Pero, de nuevo, aparece la contradicción del espectador alineado: si haces un cambio, faltas al respeto a la obra de partida; si la reverencias en el calco de cada fotograma, también. En realidad, sí voy a formular una pregunta sin retóricas: ¿podemos aclararnos de una santa vez?
El actual mercado cinematográfico también desvela la cara amarga del recuerdo: es demasiado etéreo para resguardarse con fuerza. Ya no nos sirve recordar sino lo repetimos. Como en la economía, el ciclo de vida de un producto tiene la entrada y salida de un pestañeo, y la cámara que un día se adelantó a su tiempo es el ahora responsable de imágenes añejas, insuficientes para nuestro impermisivo lenguaje audiovisual, que adapta un mundo a imagen y a nuestra semejanza, pero nosotros nos adaptamos a él. Necesita una actualización, como nuestro armario o la encimera de la cocina. También nosotros. Vivimos en una paradoja que nos está ahogando: rechazamos el pasado porque estamos volviendo a diseñarlo, es decir, como si nunca hubiera existido. Entonces si relegamos el origen, ¿qué estamos creando?