Los destrozos «artísticos». | J. M.S.
Decía Santa Teresa de Jesús que Dios andaba entre los pucheros, dando a entender que Su presencia podía darse, también, en los lugares más comunes, sencillos o insospechados. Con el arte sucede algo parecido: está o puede estar casi en cualquier parte, dados los nuevos comportamientos artísticos que incorporan materiales y estrategias al margen de todo dogmatismo o catalogación estilística (recordemos a Joseph Beuys: «Todo hombre es un artista»). Pero, ¿y la violencia? ¿Puede albergar un componente artístico? No me refiero al contenido de la obra, más bien al momento de su concepción, no en la soledad de un taller o ante un público ansioso de alguna maravilla epatante, sino a consecuencia de un vandalismo, callejero para más señas, resultado -supongo- del alcohol u otras sustancias (nada nuevo en el Arte, por cierto) y sus efectos en cafres autóctonos o extranjeros (da lo mismo) durante el verano en nuestras ciudades costeras.
¿Sólo alcohol y drogas? Mucho se ha escrito sobre los comportamientos violentos: desde las teorías de Marcuse y la super-represión del individuo en la sociedad capitalista; las hipótesis de la frustración-agresión de Berkowitz y el enfoque del aprendizaje social de Bandura; hasta la importancia de la herencia y de la serotonina (bajo nivel de liberación del metabolito 5-HT), según la neurociencia de la conducta. Sin embargo, me inclino a pensar que los responsables (no pudo ser uno solo) del destrozo de dos jardineras de mi calle padecían esa enfermedad de la urbe moderna que el doctor Luis Rojas Marcos denominó -¡en 1994!- anomia, que produce hombres y mujeres permanentemente insatisfechos, resentidos, sin esperanza, y «con un asco irritante hacia la vida que, en casos extremos, les impulsa a la destrucción maligna».
Pero ya dijimos que el acto vandálico tenía una veta artística, representada claramente en su ejecución: los dos maceteros fueron trasladados (en peso) al centro de la acera, donde los travesaños, arrancados, se distribuyeron como vectores direccionales, a modo de ejes radiales; mientras que el arbusto y la tierra circundante se mantuvieron indemnes, incluso en posición vertical. Intuimos una voluntad ecológica, evitar cualquier daño a la planta, y un amago de revisión del espacio euclidiano, en razón del camino de tierra circular que conecta ambos arbustos y que impide su linealidad espacial. Esta manera de proceder nos recuerda algunos postulados del Land Art, como la dialéctica vacío-lleno de Michael Heizer o los recorridos geométricos e indiciales de Richard Long. En fin, dada la sensibilidad artística de estos vándalos callejeros les recomiendo que (tras la sanción por destrozos del mobiliario urbano) acometan sus proyectos en la naturaleza (acorde al espíritu del Land Art) o, en su defecto, en una galería de arte. Aquí o en su puñetero país.