Tawergha / ILUSTRACIÓN DE JAVIER RICO
En la balanza de una capitulación, las pesas las pone el vencedor. Vae Victis. La frase del líder de los galos Brenno durante el saqueo de Roma en el 390 a.C. ha dejado una estela injusta durante siglos. ¡Cuántas personas sacrificadas! ¡Cuántos territorios perdidos! ¡Cuánta desdicha por delante! No hay perdón para los que se rinden porque el odio, como la metralla, no convive con el laurel y es el combustible inagotable para la venganza.
¡Ay de los vencidos! Hasta el lenguaje abre una brecha en la victoria. A un lado los héroes, al otro los asesinos. Por este lado las víctimas y por el otro las bajas del enemigo. Los muertos de la victoria son mártires, los otros ignorados. Monumentos para los vencedores y fosas para los vencidos. La historia se cuenta según el bando del historiador y para cuando acaba una guerra no queda valor en el bando derrotado para contar lo sucedido.
Levantaron una ciudad en el norte de Libia. Mimetizados sus muros con el ocre del desierto. Casas rectangulares, calles paralelas. Un oasis de polvo en mitad de la pobreza con una escuela secundaria y un centro de salud que apenas disponían de la infraestructura necesaria para cubrir media ración de latidos. Cerca de la plaza Central se hallaba uno de los zocos donde los mercaderes ofrecían leche de camella, dátiles, queso de leche agria, tapices, alfombras o tejidos de lana de oveja. Sus habitantes de piel oscura, la mayoría descendientes de esclavos traídos del África subsahariana durante los siglos XIX y XX, dedicaban su vida a la recolección de dátiles y a la cría de ganado. Así lo hicieron sus generaciones durante el largo invierno que les mantuvo en paz. Así fue hasta que les alcanzó la primavera árabe.
Muamar el Gadafi se rodeó de un séquito de aduladores que cegaron la paz durante años cubriendo con sangre las discrepancias. Durante su mandato, Gadafi ayudó a la ciudad de Tawergha con beneficios sociales, nuevas infraestructuras y sobre todo refugiándoles de la discriminación racial de otras etnias. Tras el inicio de la revolución, la ciudad de Tawergha se inclinó hacia el lado de su benefactor. Estuvo al frente del severo asedio a su vecina Misrata y sirvió como base de operaciones para el lanzamiento de misiles contra ella. Muchos habitantes de Tawergha formaron parte además de las unidades de combate que ayudaron a atacar Misrata. Cuando finalizó la revolución de la primavera libia y, mientras los rebeldes mostraban el cadáver apaleado de Gadafi dentro de un frigorífico industrial a los ojos de millones de televisores, el sol se puso sobre el horizonte de Tawergha y no volvió a amanecer. La ciudad, gravemente acusada de colaboracionismo con el antiguo régimen, fue saqueada como venganza y sus habitantes obligados a diseminarse por el país.
Nadie duerme en Tawergha desde 2011. El ruido del odio es mucho más fuerte que el de los proyectiles, mucho más que el de los gritos. Siempre hay una injusticia que despierta el fantasma de la guerra, pero éste, en lugar de cicatrizar el daño, abre cientos de heridas en los padres y en los hijos, y en los hijos de los hijos, y en los hijos de los hijos de los hijos. A pesar de la evidencia de la historia, todos ignoran que una batalla ganada jamás acaba con la guerra. A lo largo de los siglos, la posesión de la verdad se alterna de un bando a otro. No hay sitio para la paz mientras nadie invoque a la clemencia.
En junio de 2018, tras siete años de silencio y con la voluntad del acuerdo de reconciliación entre el gobierno libio y algunas facciones de Mirata y Tawergha, esta ciudad recuperó a algunos de sus moradores, pero ya no fueron los mismos. Los rostros ausentes, las almas muertas. Tawergha no volverá a estar habitada hasta que los hijos de sus hijos hablen la misma lengua que los hijos de los hijos de Misrata.