Después de su jornada laboral, Sally El Charbaji tiene la costumbre de ir al gimnasio. Allí se encuentra con sí misma. Es su lugar de desconexión. Era su lugar seguro hasta el martes. “Lo escuché todo como si estuvieran en la misma habitación”, relata, aún con un deje de intranquilidad en su voz. Pequeñas explosiones que sonaron en el lapso de apenas unos minutos. Y, después, al unísono, los gritos de dolor y pánico. “Todos salimos corriendo porque temíamos que las ventanas de vidrio pudieran estallar”, reconoce esta joven traductora libanesa en un perfecto español a EL PERIÓDICO. El libanés es un pueblo acostumbrado a la tragedia. Años de conflictos y agresiones militares han instalado en el ADN de cada ciudadano libanés el instinto de supervivencia. Lamentablemente, tienen las herramientas de respuesta rápida integradas en su cuerpo. Pero ni ellos mismos podían haber imaginado un ataque así.
“Como pueblo libanés, nos merecemos vivir en paz”, afirma Elie al Maalouli a este diario. “Siento que estamos viviendo en una película de acción americana, y cada persona que utiliza la tecnología ha pasado a sentirse insegura”, denuncia este libanés cristiano de 62 años. El film hecho realidad empezó este martes cuando miles de buscapersonas, muchos de ellos en manos de miembros de Hizbulá, explotaron a la vez. Al menos una docena de personas murieron y casi 3.000 resultaron heridas. Al día siguiente, como si se tratara del guión de una película inverosímil, centenares de walkie talkies detonaron al unísono. Algunos lo hicieron durante los funerales de las víctimas de la jornada anterior. En total, en menos de 24 horas, al menos 37 personas, incluidos niños, murieron a causa de las heridas provocadas por las detonaciones. Los hospitales se desbordaron con la llegada de más de 3.000 víctimas con heridas más que complicadas. Israel no ha reivindicado el ataque, aunque las evidencias no dejan ninguna duda de su autoría.
«Un día verdaderamente catastrófico»El doctor Charbel el Feghaly se sienta, agotado, detrás de su escritorio. Sólo han pasado tres días desde los ataques, pero aún siente la adrenalina corriendo por sus venas. “Fue un día catastrófico, verdaderamente catastrófico”, confiesa este cirujano plástico a EL PERIÓDICO. “El hospital estaba preparado, pero esto es algo que nunca habíamos visto”, reconoce, viajando al pasado hasta la trágica explosión del puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020. Ese día murieron 220 personas y unas 7.000 resultaron heridas. Los propios hospitales sufrieron destrozos. “Aquel día fue horrible, pero lo de esta semana ha sido algo realmente incomparable”, explica este joven cristiano que prevé mudarse a Francia en los próximos meses como parte de este éxodo infinito en el sector médico que sufre el Líbano.
Pero, por más días que pasen, el Feghaly no sale de su asombro. “Estas heridas no se hicieron para matar, sino para incapacitar a mucha gente”, denuncia con restos de cansancio bajo sus ojos. “Los buscapersonas pitaron y explotaron al cabo de unos minutos para que estas personas tuvieran tiempo para ponérselos cerca de los ojos; tenemos docenas de casos de personas que perdieron la vista”, explica con detalles en un intento de transmitir la maldad que se intuye tras un ataque de estas características. “Otras han perdido manos o tienen lesiones que las han dejado discapacitadas de por vida, lo que tendrá consecuencias terribles para la sociedad libanesa”, apunta. “Nosotros hemos hecho lo que hemos podido, pero estas personas tendrán que pasar por diversas operaciones a lo largo de su vida”, lamenta.
Aún cuesta creer que, en el interior de estos diminutos aparatos, estuviera la condena de sus propietarios. Desde la tarde del martes, todo residente en el Líbano mira con recelo a sus dispositivos electrónicos. El miércoles no sólo explotaron walkie talkies, sino también ordenadores, teléfonos móviles o, incluso, paneles solares. Entre la población libanesa circularon mensajes de pavor pidiendo a sus seres queridos que desconectaran el bluetooth de sus teléfonos. “Fue un momento de mucho pánico”, rememora Sally el Charbaji. Días después del shock, agravado por el bombardeo más letal en el país que tuvo lugar el viernes en Beirut, con 31 muertos, mujeres y niños incluidos, la paranoia se ha adueñado del Líbano. “Tenemos que pensarlo dos veces antes de usar la tecnología”, dijo Firass Abiad, ministro de Salud, a BBC News. La defensa civil libanesa pidió a sus trabajadores que apagaran sus dispositivos y quitaran las baterías hasta nuevo aviso.
Recuerdos de otras guerrasLa aviación civil del Líbano ha prohibido el transporte de buscapersonas y walkie talkies en todos los aviones que despeguen del Aeropuerto Internacional Rafik Hariri de Beirut “hasta nuevo aviso”. Algunos libaneses han decidido dormir con sus teléfonos en otra habitación. Además, el ministro de Educación, Abbas al Halabi, ha decretado el cierre de todas las instituciones educativas la próxima semana. “Nadie puede saber qué pasará ahora, pero espero de corazón que todo esto termine pronto, antes de que olvidemos lo que significa vivir una vida normal”, reconoce el Charbaji. “Para ser honesta, siempre estoy preocupada por mis seres queridos en caso de que la situación empeore; el miedo de perder a alguien cercano nunca desaparece”, se sincera esta joven musulmana. El recuerdo de la última guerra está demasiado presente en su vida.
“Mi casa fue completamente destruida en la guerra [entre Israel y Hizbulá] de 2006 cuando solo tenía 10 años y no solo yo, sino toda mi familia sigue sufriendo las secuelas mentales y otras circunstancias hasta el día de hoy”, explica con la imagen vívida de las ruinas de su hogar vigente en su mente. “Nadie está realmente preparado para volver a vivir algo así; claro que tengo miedo de que haya una guerra a gran escala en el Líbano”, reconoce. Pero, aunque las declaraciones incendiarias de los líderes israelíes aboguen por ella, Sally se niega a asumirlo. “No quiero prepararme para una guerra; simplemente no quiero dejar mi casa”, afirma. Esta joven traductora pasó años comprometida hasta hace poco más de un año, siguiendo la costumbre libanesa de tener una casa bien amueblada antes de poder casarse. “Mi marido y yo hemos trabajado muy duro durante años de nuestra vida para construirla, la construimos con amor y no estamos dispuestos a abandonarla; es nuestra casa”, explica desde este hogar que venera y que la protege.