Explica Oriol Rosell (Barcelona, 1972) que hace 10 años sufrió una especie de cortocircuito mental cuando en el Sónar, durante una actuación del grupo de trap PXXR GVNG, vio al rapero Yung Beef leer las letras de sus canciones en el móvil porque no se las sabía. «Me quedé patidifuso. A mi alrededor, entre el público, todos los señores estaban indignadísimos y los chavales, en cambio, flipaban». Fue, dice, uno de esos momentos en los que se hace evidente la existencia de una ruptura. Una brecha a cuenta de las llamadas músicas urbanas que en esta última década no ha hecho más que crecer. El incontenible auge del reguetón ha puesto a la música popular en el centro de un choque entre generaciones cuya visceralidad no se veía desde los tiempos del nacimiento del rock and roll: los padres lo odian con saña y los hijos lo abrazan con despreocupado entusiasmo. Rosell analiza esa batalla sociocultural en ‘Matar al papito’ (Libros Cúpula), un ensayo de título freudiano que, como queda claro en el subtítulo -‘Por qué no te gusta el reguetón (y a tus hijos, sí)’-, se dirige, sobre todo, a los adultos interesados en entender qué ha pasado en la música juvenil (y en el mundo) en los últimos 20 años.
«Una de las cuestiones que me llevaron a escribir este libro es que no recuerdo haber vivido una época en la que la música que escuchan los jóvenes provocara en sus padres una indignación tan grande como la que sigue provocando el reguetón -comenta Rosell, que además de crítico y divulgador cultural se desempeña también como productor musical y docente-. Pensé que eso no podía ser solamente por la música, tenía que haber algo más». Lo hay, claro. ‘Matar al papito’ apunta que las razones del odio adulto al reguetón -un género que lleva más de 20 años dominando las listas- son múltiples y diversas y a menudo tienen más que ver con la autopercepción que con la música en sí.
Bad Gyal en la primera jornada del Share Festival en el Parc del Fòrum. / Zowy Voeten / EPC
La juventud eternaEn una de sus tesis más sugerentes, Rosell recoge el concepto de ‘porsiemprismo’ acuñado por el ensayista y académico estadounidense Grafton Tanner, que alude a la dinámica comercial centrada en mantener con vida productos culturales (canciones, películas, series, grupos) que deberían pertenecer al pasado pero que siguen estando disponibles. Una de las consecuencias de este fenómeno es que una persona de 50 años puede sentir que el imaginario cultural que definió su identidad mantiene décadas después su vigencia (y él o ella, por tanto, sigue siendo joven). «Los 90 se han acabado, pero tú puedes seguir viviendo en los 90», sintetiza Rosell. Frente a ese espejismo, el reguetón impone un paisaje musical y estético diferente que sí resulta ser hegemónico entre la juventud de verdad, y esa realidad es difícil de asumir. «La popularidad del reguetón es un recordatorio de tu propia obsolescencia -desliza el autor-. Es la señal que te dice que el mundo ha seguido adelante mientras tú estabas masturbándote con tus fetiches culturales y te ha pasado por encima y ha creado un nuevo orden en la música y en la estética. Ese impacto crea un conflicto brutal y provoca unas reacciones muy bestias».
Oriol Rosell, en Barcelona. / Enric Fontcuberta / EFE
Unas reacciones que en España son más furibundas que en ninguna otra parte del mundo. ¿Por qué? «Primero, porque aquí las letras se entienden [risas]. Pero también, y me están cayendo muchas hostias por decirlo, porque existe una especie de rencor poscolonial. Estamos hablando de una cultura hispanoamericana [Panamá y Puerto Rico se disputan el título de cuna del reguetón] que ya no es exótica y que en el marco global nos ha superado. Aparte de Julio Iglesias, ¿qué artista musical español ha tenido una trascendencia internacional como la que tienen Bad Bunny, J Balvin, Karol G o Daddy Yankee? Ni uno. Tal vez inconscientemente, se instala la idea de que lo español, en tanto que colonizador, debe estar por encima de lo latino, y resulta que luego esta gente nos ha pasado por encima. Y de ahí surge una aversión especial».
La cantante Karol G durante una actuación, en el Santiago Bernabéu. / Ricardo Rubio / Europa Press / Europa Press
Sexo y dineroRosell, que empieza su libro aclarando que él mismo no es un fan del reguetón, prefiere trazar una suculenta genealogía de las músicas urbanas y analizar desde una perspectiva sociocultural el rechazo que suscitan antes que erigirse en defensor del género. Pero no elude responder a algunas de las principales acusaciones que se le imputan. La más repetida, la de ser una música insustancial cuyas letras exaltan el lujo y el sexo banal y reproducen estereotipos machistas. «Los jóvenes de hoy -reflexiona el autor- son los hijos de una era pornográfica, en el sentido de que todo es explícito, no hay sombra, no hay espacio para el misterio. Solo hay que oír cómo Donald Trump habla de sus rivales políticos. No hay ningún tipo de pudor, ni de límite, y eso poluciona toda la cultura. Si, para ligar, lo que hace la gente es mirar fotos en el móvil y si no me gusta paso a otra, ¿cómo esperamos que se planteen luego las relaciones sexoafectivas? Por otro lado, no ven en el mundo que les rodea la posibilidad de una alternativa y, si no existe esa imaginación de la alternativa, no se les puede pedir que articulen un pensamiento crítico. En ese sentido, en las músicas urbanas hay una rendición implícita, pero es una rendición hedonista».
¿No contribuye entonces el reguetón a reforzar el estereotipo del hombre y la mujer latinos como máquinas del sexo sin más intereses que el dinero y el apareamiento? «Seguramente, sí -responde Rosell-, pero hay que tener en cuenta que los géneros musicales tienen un ADN muy claro. En el caso del reguetón, por los entornos de los que surge, ese tipo de discurso le es muy orgánico y acaba constituyendo parte de su identidad. Si montas un grupo de death metal, no es para cantar sobre horticultura, sino para hablar de mutilaciones, violación y masacre, porque eso es parte de lo que define el género. Con el reguetón pasa lo mismo. No haces reguetón para explicar que lees a Proust en la biblioteca. Y el público tampoco quiere eso».
Lo que quiere el público del reguetón, dice, es «una experiencia epicúrea», de baile, de fiesta, de comunidad. «La fisicidad es superimportante: tocarse, sudar, el perreo… El consumo que los chicos y chicas hacen de esta música es meramente instrumental, para pasarlo bien, para desfogarse, pero no tiene más trascendencia, porque la música ha perdido la centralidad en la cultura juvenil. Debemos entender que el espacio que para los miembros de la Generación X o los primeros ‘millennials’ ocupaba la música pop como modelador de la personalidad ahora lo ocupan los ‘influencers'». Rosell se resiste a juzgar si eso es algo bueno o malo. «A mí se sigue resultando estimulante no entender a mis hijas, porque eso es señal de que tienen una cultura propia. Que a mí me parezca mejor o peor no tiene ninguna importancia».
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