Protesta callejera. / l.o.
En Málaga tenemos una tradición curiosa que, si uno la observa con cierta distancia, podría ser catalogada como un género propio: la pancarta exprés. Funciona así: un grupo de personas sale a unas escaleras o a la puerta de algún sitio, despliega una lona con letras negras o multicolores que forman un mensaje, se hace la foto, la sube a redes sociales con un texto solemne y, en cuestión de minutos, se retira el atrezo. Y ya está. Se vuelve a la oficina o a la administración o al ayuntamiento; al café con leche, al correo electrónico pendiente y al expediente que aguarda firma. Como si ese acto instantáneo fuera la contribución definitiva a la causa universal.
¿Es necesario?No digo que esté mal mostrar solidaridad, pero uno se pregunta: ¿es necesario? ¿Cambia algo en la vida del ciudadano de a pie —el que está en el atasco de la Alameda, el que espera que le arreglen el problema de Hacienda o el que pelea con las oposiciones para vivir— que se despliegue una pancarta frente al Ayuntamiento diciendo que no está bien matar gente? Quizá en 2025 haya gestos que estén un poco caducados, y uno de ellos es ese pancartismo fake: el activismo de foto y nota de prensa, sin sudor ni nada detrás.
El ejemplo más claro lo estamos viendo con el conflicto entre Palestina e Israel. Una tragedia. Un horror que se lleva vidas inocentes de parte y parte por delante. Y, sin embargo, aquí, a miles de kilómetros, asistimos a una fiebre repentina de “solidaridad” selectiva: las pancartas, las concentraciones casi automáticas, los discursos de café. Y, cómo no, el accesorio estrella imprescindible: la kufiya, el pañuelo palestino.
Gesto heroicoSiempre me ha llamado la atención esa moda. Llevar una kufiya por calle Larios o por la barriada de La Paz se reviste de gesto heroico, como si uno acabara de salir de las trincheras de Gaza. Y oye, que el pañuelo es bonito, no lo niego. Pero siempre he tenido la impresión de que quien se lo coloca busca más la foto alternativa en Instagram que un compromiso real. Es lo mismo que aquellos hippies de manual que reniegan del sistema capitalista desde su atalaya de familia bien donde tiene posibilidad de pensar en esas cosas y, acto seguido, se compran vaqueros «sostenibles» en Oslo por 1.300 euros la unidad. Incoherencias con patas.
La banalización del dolor ajeno siempre me ha parecido peligrosa. Y lo es más cuando se convierte en moda. Hace unas semanas estuve en el País Vasco y allí el asunto roza lo caricaturesco. Donde antes estaban las pancartas a favor de ETA y de sus presos, ahora se multiplican las banderas palestinas. En algunos balcones conviven las dos, como si fueran complementos estéticos. Es decir, un mismo espíritu de pancarta, pero actualizado: ayer eran los gudaris, hoy Palestina. Y mañana ya veremos.
Y el problema es que, cuando uno rasca un poco, se da cuenta de que ese entusiasmo exótico se evapora en cuanto aparece la realidad. Porque es muy fácil ser «pro-palestino» en Málaga, con una pancarta y un tuit, y sentirse parte de una revolución mundial. Pero, ¿alguien cree que esas mismas personas podrían expresarse igual en Gaza, en Ramala o en un estado islámico? ¿Podría una de esas chicas de rastas, camiseta oversize y discurso encendido plantarse allí y decir lo mismo que grita en una manifestación en la Plaza de la Constitución?
IncoherenciaLa respuesta la sabemos todos. Allí las mujeres siguen yendo tapadas con velos y la libertad de expresión tiene más candados que un puente de Venecia. Esa incoherencia se ve todavía más grotesca cuando se recuerda lo que sucedió al inicio de este último conflicto horrible: aquel festival «pro-palestino» con estética alternativa, rastas y cánticos variados, que acabó en masacre a manos de los de verdad, de los que no entienden de postureo ni de pancartas y pasaron a cuchillo a sus supuestos admiradores.
En Málaga, mientras tanto, seguimos con nuestra liturgia que también se extiende al ámbito municipal: pancarta, foto, tuit y palante. Suelo pasar casi a diario por la puerta de la casa consistorial camino al trabajo y rara es la semana o quincena que no me cruzo con una pancartilla a uno u otro lado de la acera. Y no niego que haya buena intención detrás, pero ¿de verdad tiene sentido una pancarta a estas alturas de la película? ¿Es efectivo? La prueba la tenemos en la evolución, por ejemplo, de las mujeres asesinadas por violencia de género nos dice que en 2012, Rajoy mediante, asesinaron a menos que en 2023 con toda la matraca y campañas que hay detrás. Quizá no tenga sentido repetir una y mil veces que estamos en contra de la violencia o de que maten a niños o de que no muera gente de cáncer o mil cosas más. Pero es que hay verdaderos profesionales del pancartismo -y en algunos casos con sueldos-. Hay gente que hace bailes grupales o canciones para «luchar» contra las violaciones. Y realmente pienso en una situación tan grotesca como ser padre o madre de una niña que ha sufrido abusos y ver a una patulea de personas bailando en una plaza para erradicar eso…y le entran a uno los siete males.
Mercantilización de los dramasAl final, lo que me preocupa es la mercantilización de los dramas. Convertir el sufrimiento ajeno en pancarta de quita y pon, en moda pasajera, en accesorio ideológico. Y no hablo de estar de un lado o de otro en un conflicto, sino de no banalizar la vida y la muerte de personas que sufren. Porque, cuando se juega a la épica desde el sofá de un piso en Málaga la bella, el resultado suele ser grotesco.
No es nuevo, por otra parte. Aquí hemos tenido siempre esa inclinación a ser alternativos con seguridad social. Reivindicamos, protestamos, denunciamos… pero al terminar la manifestación volvemos a casa, nos duchamos, pedimos un sushi a domicilio y subimos la foto a redes con el hashtag correspondiente. La revolución, pero con WiFi y aire acondicionado.
Por eso creo que ha llegado el momento de replantearse algunas liturgias públicas. Sería bueno que, de vez en cuando, nuestros representantes dedicaran más tiempo a la gestión silenciosa de esos problemas de las pancartas si es que eso está en su mano. Todos damos por sentado que los de la escalinata municipal están en contra de la violencia. Quizá no haga falta la lona de PVC. Los que trabajan en el 99,99% de las empresas privadas no lo hacen y no por ello pensamos que sean malas personas insensibles. Por eso creo que sería bueno que se entendiera que la solidaridad se demuestra con hechos -si es que puedes hacer algo- y no con tuits. Y que, sobre todo, no se convierta en moda el dolor ajeno, porque eso sí que es indecente.
Darle al pause a tu serie de Netflix, coger el móvil y subir un stories con un gif de palestina o una foto de una sandía como si fueras un agente doble de la Gestapo no sé si te define como ciudadano solidario comprometido o como otra cosa que no voy a decir por no ofender.
Viva Málaga.