No existe en toda la literatura mundial una novela que intente reflejar todo un mundo a través de un edificio como lo hizo ‘Nuestra Señora de París’ de Victor Hugo. Bueno, sí, en la actualidad tanto ‘La catedral del mar’ de Ildefonso Falcones como ‘Los pilares de la tierra’ de Ken Follett han intentado copiar esa fórmula pero ninguno de esos libros tiene la potencia y el peso literarios de la novela de Hugo. Cuando apareció en 1831 fue un hito del romanticismo y una obra de ficción histórica que en cierta manera revalorizó e incitó la reconstrucción de la catedral.
Todos estamos familiarizados con Quasimodo, el desgraciado ser deforme que vive escondido en Notre Dame a cargo de las campanas, aunque solo sea por las adaptaciones de Hollywood. La más popular, ay, la versión de Disney que edulcora no poco la trágica amargura de una novela sin canciones ni final feliz. En el cine, el papel de Quasimodo fue un vehículo perfecto para lucimiento de grandes actores, como Lon Chaney, Charles Laughton o Anthony Quinn, y del departamento de maquillaje.
Lo que hizo Victor Hugo en su novela es recuperar el viejo mito de la Bella y la Bestia, que en definitiva es también en su origen un cuento francés, porque Quasimodo -un nombre que alude a su forma no acabada- se enamora de la bella gitana Esmeralda y demuestra con sus hechos tener más humanidad que el poderoso eclesiástico que gobierna la catedral.
«Y la catedral no era solo su compañera, era el universo: mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma», escribió Hugo. Con su formato panorámico que traslada al lector a los ambientes del lumpen y la delincuencia parisina del París medieval del siglo XV pero también a las suntuosas cámaras reales, ‘Nuestra Señora de París’ logró que echara a andar, en cierta manera, un género, que más tarde sería cultivado por Balzac, Charles Dickens o Lev Tolstoi. Hugo retrató con brío y mucho detalle la llamada ‘corte de los milagros’, una zona popular de lo que hoy se conoce como Les Halles, llamada irónicamente así porque los pedigüeños fingían estar ciegos o discapacitados y de noche se recuperaban ‘milagrosamente’.
La novela, que tuvo un gran éxito entre los lectores en su momento, enriqueció a su autor y logró un gran respeto ciudadano hacia el arte gótico -cuya consideración estaba entonces en horas bajas- y hacia la catedral. Sus piedras, casi más que los personajes de ficción que las habitaban, eran las verdaderas protagonistas que vinculaban el pasado y el presente de la ciudad. Así en 1842, nueve años después de la aparición de la novela, el controvertido arquitecto Eugene Viollet-le-Duc, se encargó de la restauración del edificio con no poca imaginación por su parte. El resultado fue Notre Dame tal y como la conocíamos hasta el momento.