Su hijo Juan está con él en la portada de su último libro, Algún día seré recuerdo (Anagrama, como muchos de los suyos), jugando, cuando el muchacho, ahora de catorce años, era un niño. Se lanzan pelotas azules, están subidos en una especie de portería de parque, y a Marcos Giralt Torrente, el padre, se le ve tan feliz como al pequeño. Es así: el niño ataca y el padre repele, Marcos ríe.
Cuando en la vida real llevamos ya hecha la mitad de la entrevista llega Juan de la calle; tiene muchos más palmos de estatura, es un adolescente que ya se sabe todas las normas de la casa, de modo que abre la puerta al fotógrafo, se pone a estudiar ante el ordenador sus ejercicios de Matemáticas, pues por la tarde ha de abordar un examen final, y da la mano como hacemos los mayores.
Ya es casi un adulto, y no queda otro remedio que evocar, por parte del periodista, alguna vez que vio al padre cuando Marcos era de esta edad y su madre, Marisa Torrente, nos invitaba a escritores o a artistas a esta misma casa, cerca del Ministerio de Cultura y de lo que entonces era, por cierto, la movida madrileña.
Aquel descendiente del viejo Torrente Ballester, del que es hija Marisa, era entonces un muchacho más tímido que este Juan que juega con él en la portada, y ha mantenido en cierto modo aquella proximidad asustada de entonces, ahora con 55 años. Detrás de su trayectoria hay libros importantes, y graves, como el que dedicó a la memoria de su padre (Tiempo de vida, 2010), que es un parteaguas de su literatura.
En todo lo que ha escrito desde entonces (Mudar de piel, El final del amor, por ejemplo, en los que hay memoria y ficción) siempre está presente el sustrato de esa novela-memoria, en la que da cuenta de sus relaciones con aquel padre que, siendo artista de renombre, halló las incertidumbres profesionales y personales, propias de la edad adulta de su generación, en la que el franquismo y la democracia se dieron la mano.
Tiempo de vida tuvo un gran éxito, y no sólo marcó su propia literatura sino que fue ejemplo para quienes, también por entonces, afrontaron la literatura autobiográfica que tuviera al padre como figura central. Este libro nuevo, Algún día seré recuerdo, por ejemplo, que comprende textos diversos de entre los que ha publicado en medios diferentes, es consecuencia también de esa manera de abordar la vida como escritor: partiendo de lo que a él mismo le sucede, como memorialista, como lector y como autor, rabiosamente personal, asustado ante el mundo pero sabiéndolo contar como si ya hubiera vivido otras edades diferentes.
Aquella relación con los años de la movida, y su rostro mirando a los adultos que llegaban a casa, es inevitable memoria a partir de la que el periodista le va preguntando. Cuando nos vamos, el hijo Juan sigue con las matemáticas en su pantalla de muchacho de catorce años, cuya existencia (lo dice el padre) tanto ha marcado la vida adulta de Marcos Giralt Torrente.
En su obra hay una tendencia a la autobiografía. ¿En qué momento consideró que ya era tiempo de rememorar sus historias y las de tus parientes?
No sé si tengo esa tendencia a la autobiografía, pero sí es verdad que mis libros, incluso de los de ficción, orbitan alrededor del mundo familiar. Como esa relación es entre gente que se quiere, pues… a veces hay conflictos o duele alguna traición. Por otro lado, nunca he sido capaz de escribir sobre cosas alejadas de mí. Y… cuando se murió mi padre, en el 2007, di el salto con la convicción de que nuestra historia merecía contarse.
«Nunca he sido capaz de escribir sobre cosas alejadas de mí» ¿Hay algo de su infancia que todavía no haya contado?
La verdad es que no tengo la sensación de estar callando cosas, pero alguna habrá. Yo viví una infancia un poco rara para la época. Nací en el 68, cuando se murió Franco yo tenía siete años, viví los primeros años de la Transición, las fiestas del Partido Comunista… y desde muy pronto tuve la sensación de que mi mundo era estable, pero también de que no tenía nada asegurado materialmente. Ser hijo único también marca. Ser hijo de padres separados muy pronto, también.
¿Entonces podríamos decir que en 2007 nació otro escritor en usted?
En cierto modo, sí. Estilísticamente di un salto, digámoslo así. Yo antes casi imitaba a Javier Marías, pero luego su prosa se fue amanerando y fue tejiendo una especie de selva idiomática. En París y en Los seres felices se nota ese fraseo de subordinadas largas, que viene de Marías y de Juan Benet, y luego me despojé de él y empecé a ser más auténtico o a sonar menos elaborado. Digamos que mi prosa ya es más simplificada. De Javier Marías aprendía muchas cosas: a emplear narradores en primera persona, sin que fueses tú, a narrar con elegancia… Con Javier estuve muy unido y luego, cuando se enfadó con Jorge Herralde, no entendió que yo siguiese en Anagrama. Creo que él jamás me lo perdonó. Pero desde entonces seguimos también tratándonos con afecto.
«Con Javier (Marías) estuve muy unido y, luego, cuando se enfadó con Jorge Herralde, no entendió que yo siguiese en Anagrama. Creo que él jamás me lo perdonó» ¿Qué otros escritores le han influido?
Benet y Carmen Martín Gaite. La búsqueda de interlocutor es un libro de Carmen que no es muy famoso pero que me parece fundamental. O también El cuento de nunca acabar. Ella me compró mi primer ordenador para que yo pudiera escribir. En el mundo literario a veces estás arriba y a veces estás abajo. A veces necesitas ayuda y hay que dejarse ayudar. Dedicarse al arte siempre es complicado, sobre todo económicamente.
¿Cuál fue la mayor dificultad de Tiempo de vida?
Primero, decidirme a contar mi vida. Hoy hablar sobre el padre es más común, pero entonces no lo era no tanto. Entonces, lo primero que hice fue convencerme de que no iba a ser un disparate. Necesitaba convencerme de que eso era una apuesta literaria. Es que yo iba a contar una cosa conflictiva, no maniquea, pero sí conflictiva. Para eso tenía que contar mis quejas y desnudar a mi padre y desnudarme yo. La primera dificultad fue encontrar la voz. Quería que no fuera una voz llena de reproches, quería que fuese una voz comprensiva, que surra a un amigo, que no hiciera a un lado los conflictos… También quería que fuera un libro de no más de 200 páginas y separar los hechos de la reflexión.
¿Cómo le afectó esa indagación tan prolija sobre su padre?
Yo estaba bastante blindado, pero si el libro no hubiera tenido un final feliz… es posible que no lo hubiese escrito nunca. Al final el padre y el hijo se reencuentran, pero no puedes contar el reencuentro sin el desencuentro. Yo tenía que asegurarme de que no estaba traicionando a mi padre al contar intimidades. Mi padre no era un asesino, pero sí tuvo pequeñas faltas. Y yo también tenía que poner mis errores y mis defectos. No podía dejar de contar que existió la falta de ayuda económica por parte de mi padre hacia mi madre y hacia a mí. Eso también sabía que tenía que hacerlo. Pero quise contarlo de la manera más escéptica posible. Mi madre leyó el manuscrito y… la noqueó. Supongo que porque yo veía las cosas de una manera diferente a la de ella. Constatar eso fue chocante. De hecho, durante dos días casi ni me dirigió la palabra.
¿Cuál fue la crítica que le hizo?
No hizo una crítica muy elaborada. Lo que pasa es que ella es muy pudorosa y no le gustaba que se contaran cosas como que ha estado en el paro o que ha tenido problemas económicos, por ejemplo.
¿Qué más le enseñó como escritor Tiempo de vida?
Me enseñó a ir al grano de forma más directa, a ser menos ambiguo y a no disfrazar la realidad. A no ocultar cosas. La vida es dura para todos.
«La memoria es un relato que nos contamos a nosotros mismos, es la sustancia sobre la que la imaginación trabaja» ¿Cuál es el límite de la memoria contada?
La memoria es un relato que nos contamos a nosotros mismos. La memoria es la sustancia sobre la que la imaginación trabaja. Estamos nosotros y los otros y… no sé cuál es límite. Hay que explorar la memoria y ya está.
Tienes un cuento que se llama Última gota fría, en El final del amor, en el que se vislumbran personas que tienen que ver con su autobiografía familiar. ¿Hasta qué punto ese relato es consecuencia de la pasión de contar la propia vida?
Ese relato en concreto podría considerarse que es una parte desprendida de Tiempo de vida. A veces los escritores mandamos algún mensaje para navegantes y yo escribí ese relato con ganas de que le llegara cierto mensaje al navegante. Fíjate que este relato no le molestó a mi madre, eh. Tal vez porque contiene una pequeña dosis de venganza [ríe].
«Mi abuelo fue un cobarde –lo asumía–; no se quiso enfrentar al exilio. Eso me alejó de él. Lo fui leyendo y me di cuenta de que era un gran novelista» ¿Cómo se lleva usted con la venganza?
Pues no suelo ser vengativo. Tal vez porque no he sufrido grandes faltas o humillaciones. Y… la vida no me ha dado la oportunidad de vengarme [ríe]. Pero tampoco lo he buscado. Y no pienso vengarme, no.
¿Y cómo se lleva con el pasado?
Es que la paternidad me ha cambiado mucho, Juan. Mi manera de ser padre nace de mi manera de ser hijo, claro. Y de cómo fue mi infancia y de cómo fueron mis padres conmigo. Por eso ahora ya no pienso tanto en el pasado. Un poco, pero ya no tanto. Ahora pienso mucho en la vida de alguien que está empezando a vivir. Y también quiero volver a la ficción. Aunque estoy con un libro desde hace bastantes años. Tiempo de vida es sobre mi padre y luego he estado escribiendo sobre mi herencia materna.
¿Cómo le ha afectado a usted el conflicto familiar en general? [nieto del primer matrimonio de Torrente Ballester].
Me ha tenido que afectar mucho [ríe], porque escribo mucho sobre eso. Somos una familia pequeña y eso algo que me ha permitido tener una visión distinta a las familias con muchos hermanos y primos y tal. A mí, en determinado momento, me ha afectado no tener cierto arropo. El suelo en el que estaba no era tan firme porque los personajes que me rodeaban no lo eran. Eso me tocó y eso cuento.
¿Cómo fue su relación con su abuelo materno?
Muy buena. Primero porque soy hijo de hija y eso es importante. Además, su hija mayor, Marisela, no tenía hijos. Mi madre estuvo muy unida a él y yo creo que por eso yo también. Mi abuelo siempre era una red segura: si todo salía mal, sabíamos que ahí estaba mi abuelo para apoyarnos. José Bergamín también fue un apoyo importante para mí, fue como otro abuelo. Mi abuelo fue un cobarde (él lo asumía así) después de la guerra civil: no se quiso enfrentar al exilio y a perder sus enseres y optó por estar en el bando de los ganadores, creo que por oportunismo y cobardía. Eso me alejó de él cuando yo era adolescente. Luego lo fui leyendo y me di cuenta de que era un gran novelista y lo fui admirando cada vez más. Creo que hoy está bastante olvidado, la verdad, pero este país tiene esas cosas.
Dentro de su familia también hubo una especie de guerra.
Sí, es verdad. También hubo dos bandos enfrentados. Yo viví esa guerra con mucha intensidad, sobre todo porque sentí que mi madre resultó maltratada. Que mi madre estuviese siendo perjudicada me enervaba y lo viví con mucha intensidad. Luego te das cuenta de que ni los malos eran tan malos ni los buenos eran tan buenos. Era normal que los que tenían más fuerza la usaran y los que tenían menos tuvieran derecho al pataleo. Pero, al final, todo son sólo pequeños pecados humanos.
«Podemos tener posturas ideológicas distintas, pero como país es necesario tener un relato común» ¿Cómo comprendió usted el episodio que condujo a su abuelo a escribir la novela Javier Mariño?
¿Su posicionamiento con el bando nacional y eso? Pues, en el año 83, mi madre y yo nos fuimos a pasar el verano a Fuenterrabía, para estar cerca de Bergamín que ya se estaba muriendo. Mi abuelo y él tuvieron una correspondencia, Bergamín desde su primer exilio, y luego los Bergamín y los Torrente se conocieron y hubo una buena convivencia. Bergamín se exilia por segunda vez y vuelve en el año 76 o 77 y mi madre me llevó a conocerlo. A partir de entonces se convirtió en otro abuelo para mí. Era capaz de integrar a los niños en igualdad de condiciones que los adultos. Claro, mi abuelo Torrente se dio cuenta de que tenía una especie de antagonista, jajajaja. Pero él lo entendía, estoy seguro. Yo admiraba mucho a Bergamín por su postura ante la guerra civil, pero mi abuelo me decía: “No todo el mundo tiene que ser valiente, yo tenía una mujer, hijos… sentí el peligro y por eso ingresé en la Falange”. Al final eso me pareció comprensible. Y también me gustó que él era completamente libre en sus libros, ajeno al nacionalcatolicismo que regía en España.
¿Cree que algo como eso ya está bien entendido en este país? ¿Cómo ve este momento de la vida de la nación?
Este momento lo veo trágico. La recalcitrante derecha española está negando ciertos reconocimientos básicos. Han pasado muchos años y todavía hay personas en cunetas y la derecha se limita a decir que no quiere reabrir heridas. Eso quiere decir que tienen una idea distinta del país en el que vivimos. Podemos tener posturas ideológicas distintas, pero como país es necesario tener un relato común. Sabemos que durante la guerra los rojos y los nacionales hicieron destrozos, pero… ¿quién siguió haciendo destrozos después de haber ganado la guerra? ¿Quién siguió encarcelando, fusilando, reprimiendo? Yo soy republicano y me duele todo eso. Quien tenga a sus familiares en las cunetas, tiene derecho a sacarlos de ahí.
En Mudar de piel hay un texto sobre la culpa. ¿La culpa es un asunto que también le interesa?
Sí, pero no es el único. Las culpas son más agudas cuando no se han cerrado las heridas, ¿no?
¿Y la timidez?
Bueno, es que yo soy tímido. Eso a veces me ha impedido mostrarme con soltura en sociedad o para pedir trabajo en los periódicos. Pero ya tengo 55 años y he superado varias fases de la timidez. En la adolescencia sí era muy tímido, me acuerdo. Será porque al ser adolescente asumí una serie de responsabilidades, como convertirme en el apoyo de mi madre, porque no había alguien más, y eso te hace crecer muy rápido.
Me gustaría que desglosara dos frases suyas: “Me seguiré moviendo en lo espinoso” y “Yo siempre fui el raro.”
Haber crecido entre pintores y escritores y en un mundo medio jipi que me hizo proclive a la rareza, digo yo. Pero eso también me hizo más vulnerable. Pocas familias tenían un solo hijo, en pocas familias los padres se separaban. Eso me hizo sentirme en el centro de la diana. Y por eso tuve una conciencia de ser raro, de no encajar en el colegio, por ejemplo. Un día conté que había visto a unos encantadores de serpientes y la profesora llamó a mi madre para decirle que yo me inventaba cosas. Y mi madre explicaba que no, que eso no era así, que nosotros habíamos estado en Marruecos ya habíamos visto a esos encantadores de serpientes. Y en cuanto a “lo espinoso”, pues sí. Porque yo me muevo siempre en el conflicto porque la literatura nace del conflicto.
‘Algún día seré recuerdo’Marcos Giralt Torrente
Anagrama
288 páginas
18,90 euros