Quien lucha frente a la tempestad, lucha en contra del viento; y el viento en contra nunca fue un aliado. En 1939 se levantaron aires de guerra en Europa, una bocanada de afilados colmillos, sopló desde Oriente a Occidente. La guerra volvía a sembrar la destrucción por campos y pueblos. En su corcel de siniestro brío, cabalgó desbocada durante seis años antes de volver a ser enterrada bajo la frágil lápida de la historia. Durante ese periodo, asesinó a inocentes, destruyó ciudades, incendió la cultura y aniquiló la convivencia. Su terrible paseo legó al mundo, además de miseria y llanto, complicadas relaciones entre los pueblos, fronteras de trazo incandescente y la chatarra de la maquinaria bélica.
Sin descartesAl ocupar su puesto de Primer Ministro, Winston Churchill se incorporó a una partida comenzada. La mano que le tocó jugar era demasiado mala y sin posibilidad de descartes. Apostó con lo mejor que poseía: su elocuencia. Un farol, como cualquier otro, para tranquilizar a una ciudadanía presa del pánico a las bombas, arengar a unas tropas sin experiencia y mantener la cautela del enemigo tras el humo de su Romeo y Julieta. Mientras lo hacía, construía sin descanso su maquinaria de guerra con el fin de cubrir la desventaja que había heredado de la fallida política del apaciguamiento a Hitler.
La batalla de Inglaterra se libró en el aire. Un combate por episodios en los que la RAF y la Luftwaffe describieron sobre el Canal de la Mancha los giros de una danza maldita que hizo contener el aliento a millones de británicos. El cielo, tachonado de puntitos negros y plateados, amenazaba una tormenta que no tardaría en adentrarse por las costas de Dover para alcanzar la cúpula invisible que custodia Trafalgar Square.
Máquinas de guerraLas máquinas de guerra se construyen para destruir y su destrucción inicia el camino de la reconstrucción. Así lo consideraba Guy Maunsell, ingeniero que diseñó una estrategia de defensa antiaérea que habría de servir de muro marino para los implacables Stukas, Messerschmitt Bf 109 y los bombarderos nazis.
Fortificar una isla parece una tarea más propia del Gulliver de Jonathan Swift, pero a veces la literatura señala el camino para alcanzar los retos. Obviando lo imposible, en 1942 se construyeron sobre el mar siete fortalezas de hierro y hormigón en un abanico que cubría la desembocadura del Támesis. Las bautizaron como Fortalezas Marinas de Maunsell: Rough Sand, Sunk Head, Tongue Sand, Knock John, Nore, Red Sands y Shivering Sands. Se apostaba la libertad de Europa sobre el tapete atlántico.
Innumerables incursiones aéreas alemanas fueron avistadas por esta avanzadilla marina. Cuatro de ellas eran auténticos fuertes para el avistamiento del enemigo. Las tres últimas, batallones de siete torres cada una para la defensa antiaérea. En ellas, convivían destacamentos de soldados británicos que navegaron hacia la victoria sin variar sus coordenadas.
En 1945, tras cumplir con éxito su misión, las gaviotas relevaron a los soldados y los pilares de hierro semihundidos se forraron de moluscos marinos. El abandono asumió el objetivo de destruir la flota, pero solo lo logró con algunas de ellas. Otras siguen en pie.
Como la mareaLa historia combativa de estas fortalezas es constante como las mareas. Tras la guerra, la libertad se adueñó de un territorio que nunca perteneció a Inglaterra. Sobre los cuerpos oxidados de sus torretas se instalaron antenas de radio piratas para que la música de los sesenta emitiera desde más allá de la costa. Poco pudo hacer el gobierno del Reino Unido para contrarrestar a un enemigo que él mismo había levantado. Así persistieron durante años, concluyendo la invasión anunciada, pero con las notas del rock and roll.
Hoy, las fortalezas yacen sobre el agua como ballenas varadas en mitad del Atlántico, a la espera de que los peces que se alimentan de su estructura derriben lo que no lograron hundir los nazis. Solo en una de ellas, Knock John, sobrevive un motivo a la deriva: El Principado de Sealand, fundado en 1967 sobre una constitución con siete artículos, un título real y ningún ciudadano residente.
Más que ciudades abandonadas, las fortalezas de Maunsell son un reclamo para no bajar la guardia. Faros desvencijados en la marejada que resisten los embates del tiempo y la desidia. Útiles para lanzar avisos a Europa con la necesaria misión de evitar tempestades nacionalistas y mantener a la libertad en tierra firme.