La última del Emily | L.O.
El Emily cerrará sus puertas. Y con él se va otro pedazo de esa Málaga que no volverá. No se trata solo del fallecimiento de su dueño, Emilio Benéitez, sino de la desaparición de una forma de entender la vida y la hostelería que hoy parece cada vez más imposible. Porque Emilio no era únicamente el propietario de un bar, era el bar en sí mismo. Y lo era hasta el punto de que cuesta distinguir si el Emily era un local abierto al público o el salón de su casa, donde las paredes hablaban más que los clientes y donde las servilletas servían para envolver las latas de refresco. Un bar, sí, pero sobre todo un universo particular, irrepetible, al que uno entraba como quien atraviesa una frontera sin control ni aduanas.
La figura de Emilio se agiganta ahora que ya no está. Un señor de los de antes, siempre impecablemente vestido y con una estampa que no se improvisa, que no se compra en una tienda, sino que se tiene o no se tiene. Y élla tenía. Uno podía encontrárselo en el Mercadona de al lado de su bar comprando refrescos, y parecía que venía de un salón del Casino de Montecarlo. No era la ropa, era él. Había en su porte una dignidad, una elegancia, un refinamiento que convertía la rutina más vulgar en una escena de película. Y luego regresaba a ese lugar extraño que era el Emily, a esa casa roja y llena de objetos, de historias, de ceniceros y conversaciones que desafiaban los relojes.
Porque en el Emily no regían las normas de la ciudad. Allí no había horarios oficiales ni limitaciones administrativas que valieran. Emilio decidía -lo escribo ahora porque ya nadie lo va a poder multar al pobre-. Podía estar cerrado a media tarde de un sábado o abierto hasta el amanecer de un miércoles. El cliente se acercaba a la reja, miraba hacia dentro y, si Emilio lo consideraba oportuno, entraba. Y si no, se volvía por donde había venido. No era un negocio en el sentido convencional, era una prolongación de la personalidad de su dueño. Un territorio privado disfrazado de bar público. Lo más parecido a visitar la casa de alguien que nunca dejaba de ser anfitrión y que, al mismo tiempo, mantenía siempre la última palabra.
El Emily era un lugar incómodo para quienes esperan cartas plastificadas, datáfonos y horarios estrictos. Pero era un refugio para quienes buscan autenticidad, conversación y noches que se alargan sin explicación. En sus paredes se acumulaban las huellas de los gustos y disgustos de Emilio. En su barra se repetía un ritual extraño: las latas de refresco envueltas con servilletas. Nadie sabe si lo hacía para disimular que eran Hacendado o porque consideraba un acto de grosería servirlas desnudas y sudorosas del frío. Lo cierto es que esa liturgia, tan absurda en apariencia, encerraba el sentido mismo del lugar: el Emily era distinto porque Emilio lo era.
Y ahora se ha muerto. Y con él lo hace también una forma de estar en el mundo. Málaga pierde otro de esos espacios que hacían de esta ciudad algo especial, distinto, irrepetible. Se va una esquina de bohemia, de conversación, de humo y de alcohol; se va un pedazo de vida que no se puede reabrir con una reforma ni con una nueva gestión. Porque aunque alguien tuviera la osadía de intentar mantener el local abierto, ya nunca sería el Emily. Faltarían la mirada de Emilio, faltarían sus silencios y sus gestos, su elegancia atravesando la avenida o acomodando un refresco en la mesa. Las paredes podrán pintarse, los ceniceros podrán reemplazarse, pero el alma no se hereda.
Y ahí está la verdadera tragedia: Málaga se queda un poco más aburrida, más impersonal, más empaquetada. Perdemos un lugar que era nuestro, y a cambio ganamos la certeza de que las ciudades modernas se parecen cada vez más unas a otras.
Pero más allá de la nostalgia, conviene también reflexionar sobre el valor que hace falta para levantar negocios como el Emily. En una sociedad que empuja a todos hacia la seguridad del sueldo fijo, hacia la comodidad de la plaza de funcionario, abrir un bar es casi un acto de heroísmo. Hoy se habla mucho de emprendimiento, de startups, de incubadoras y de proyectos innovadores. Pero la realidad es que abrir un bar de verdad, un bar donde la gente se reúna para beber, para charlar, para cantar, para enamorarse o para pelearse, tiene más mérito que cualquier aplicación digital con pretensiones de genio. Y de esos bares ya quedan pocos, porque la gente prefiere amarrarse a lo poco seguro que le ofrezcan antes que arriesgarse a algo grande.
Emprender un bar, un bar de verdad, es decir: aquí estoy yo, aquí está mi espacio, aquí os ofrezco refugio, bebida, compañía, conversación, desorden y hasta madrugada. Y eso es lo que vamos perdiendo. Porque en este mundo hiperregulado, donde todo tiene que ser igual a lo de al lado, donde las franquicias dominan las esquinas y los bares auténticos se cuentan con los dedos de una mano, el Emily representaba la resistencia. La resistencia a ser como todos. La resistencia a convertirse en un negocio frío, eficiente y aburrido.
Por eso su cierre duele más que otros. Porque el Emily no era un simple local, sino un símbolo de lo que significa tener personalidad. Y porque su dueño, Emilio, con su elegancia imbatible y su porte de dandi mediterráneo, nos recordaba cada día que vivir con estilo es posible incluso en el acto más prosaico de comprar tónicas en un supermercado. Nos enseñaba que la diferencia no está en el lugar, sino en la persona que lo habita. Y que un bar, como una vida, solo merece la pena si se hace a contracorriente, con autenticidad y con valor.
Y uno no puede evitar pensar que esta es la deriva inevitable de nuestro tiempo: las ciudades van perdiendo sus rarezas, sus personajes, sus bares imposibles, y a cambio ganan centros comerciales, locales idénticos, experiencias diseñadas. Es la muerte de lo singular. Es la uniformidad disfrazada de modernidad. Pero también es nuestra culpa: porque nos hemos vuelto cobardes, porque ya nadie se atreve a abrir un bar sin manual, porque preferimos la seguridad a la aventura.
Quizás la mejor manera de honrar la memoria de Emilio no sea llorar por lo que se ha perdido, sino tener el coraje de intentar algo parecido. Atreverse a levantar bares que no se parezcan a nada, lugares que sean casas, refugios, espacios de libertad. Tener la valentía de abrir las puertas a la incertidumbre, como hacía Emilio cada noche cuando decidía si aquel día el Emily existía o no. Y entender que esa es la verdadera grandeza de la hostelería: ofrecer no solo comida o bebida, sino un pedazo de vida.
Descanse en paz, Don Emilio. Con su marcha, nuestra ciudad pierde un poco de sí misma. Y nosotros, los que alguna vez llamamos a la reja del Emily para saber si había suerte, sabemos que ya nada volverá a ser igual.
Viva Málaga.