El recuerdo es un presente encapsulado tras una foto antigua, o en el sabor de una receta familiar, o en el estribillo de una canción de los ochenta, o en la luz cansada de una tarde de abril. También en el aroma del café molido y en la textura de aquella falda de gasa que permanece en las yemas de los años y en las esquinas de una ciudad abandonada. Toda la vida que transcurrió a través de ese recuerdo adquiere volumen al contacto con esos restos.
Una ciudad abandonada es el resumen final de lo acontecido en el interior de sus fronteras a lo largo de su existencia. En su evocación, residen las dichas y las desdichas, los acontecimientos programados y los inesperados, el fragor y la calma, el jaleo, la soledad, el júbilo, los suspiros de amor, la desesperación, el ansia de felicidad, la alegría y el fracaso, los gritos, los susurros, los pitidos de aquel vehículo que transitó por su asfalto y que yace ahora herrumbroso sobre un arcén. La ciudad abandonada conserva en sus fachadas, estampadas como en un viejo vestido, las sombras de sus ciudadanos. Se proyectan hacia el futuro para contar sus historias, para relatar cómo construyeron la convivencia, cómo la consumieron y cómo se deshizo en hilachos por la ruina del agotamiento, de la guerra, de la tozudez de la naturaleza, de la explosión de una central nuclear cercana, o del incomprensible empeño del ser humano por destruirlo todo.
Las metáforas cimientan las ruinas de las ciudades abandonadas. Son oxidadas moralejas que nadie visita, pero que se yerguen para soportar el paso de huracanes, terremotos y décadas: Isla de Hashima, Pripyat, Akarmara, Pyramiden, Armero, Belchite Kolmanskop, Varosha, Oradour Sur Glane… Todas ellas siguen escondidas a la vista de todos pero invisibles para la actualidad. Piedras detenidas en el tiempo que expiran ausencias y advertencias. Ocultas por el olvido, pero llamativas para los curiosos. Un viaje alrededor de ellas se perfila necesario desde el iceberg que se eleva sobre las heladas aguas de este periódico.
A vista de fénix, surcaremos los sdfsdfcielos que aún las envuelven, para explorar los motivos que la detuvieron en la Historia, para escuchar el eco de las voces que siguen susurrándonos nuestro posible futuro.
Nos elevamos para viajar a Japón. En 1974, una isla en mitad del Mar de la China detuvo las máquinas. Se agotó la mina de carbón y en Hashima, que había sido ejemplo de modernidad y rendimiento económico, se pararon todos los relojes. Se paró incluso el reloj de sol que aún cimbrea en lo alto de la torre del ayuntamiento, cuya sombra se fue alargando más allá del ocaso. Se marcharon sus habitantes, pero dejaron sus vidas ancladas como fuertes contrapesos que agrietaron las paredes y hundieron los cimientos.
Los gruesos muros que delimitaron los dormitorios y los cuartos de baño, las aulas y el patio de juego, la panadería y el mostrador del banco, forman ahora un gigantesco casillero de moho en el que se clasifican los sucesos que no han ocurrido. Toda la isla es un lóbrego reflejo de vidas interrumpidas, el negativo de un encuadre imposible. Las escaleras rotas, los tabiques derribados, los tablones arrancados son iconos de los deseos incumplidos. Sueños que rebotan en las mugrientas fachadas de los bloques de viviendas, que descienden en un torrente de fango por las calles ennegrecidas, resbalando hasta precipitarse por los acantilados.
Cuando el carbón se agotó, todos los habitantes se marcharon de la Isla buscando un lugar donde alimentar los años, pero no percibieron que se dejaban atrás las historias que no vivirían, regalos sin desenvolver, encuentros casuales, sorpresas escondidas, amores plantados, llantos y risas. Un destino irrealizable sellado en una coraza de plomo cubierto por una fina capa negra.
El turista que visita Hashima encuentra la vida que no eligió. Pasea por los salones y los vestíbulos de los años que no ha vivido, entre los escombros de las cartas no enviadas, los proyectos rechazados, los lugares no visitados, el amigo traicionado o aquel amor de verano del que nunca supo su dirección. El visitante hace equilibrismo sobre las barandas del pasado y ansía que en alguno de los patios, bajo los cascotes, resista alguna veta de su juventud.