“Soy un político previsible”, suele proclamar Alberto Núñez Feijóo. Previsible, claro, para quien lo conozca. Porque es pragmático, no está atenazado ideológicamente, aunque se defina como reformista de centro derecha y liberal, y porque su discurso y acción política quedan supeditados, si lo estima necesario, a la consecución de sus objetivos, por lo que el concepto de previsibilidad incluye dosis de flexibilidad. Es también ambicioso, calculador, templado gobernante en las formas e implacable, cuando lo precisa, con sus adversarios.
Feijóo (Os Peares, 1961) no pasó su juventud entre cachorros y consignas del PP. Es más, no se afilió al partido que ahora preside hasta los 40 años. Fue sindicalista eventual, para defender la plaza de interino en la Xunta, y votó al PSOE de Felipe González en 1982. Un camino que se sale de la horma en la que se modelan los líderes del PP.
Su sueño era ser juez, pero lo abandonó por necesidades familiares. En 1985 entra en la Administración autonómica y seis años después tiene el primer contacto con su padrino político, el hombre que lo fichó en la Xunta, lo llevó a Madrid con el Gobierno de Aznar, lo impulsó a volver a Galicia y hacer carrera -con enorme éxito- en su tierra y que después lo animó a regresar a Madrid para dirigir el PP nacional. Ese hombre es José Manuel Romay Beccaría.
A Romay le habían hablado bien de él y lo quiso fichar en julio de 1991 como secretario general para su Consellería de Agricultura. Le dio largas durante dos meses hasta que aceptó, iniciándose ahí un idilio que aún persiste. Romay se lo llevó luego a la Consellería de Agricultura y cuando Aznar lo nombra ministro de Sanidad en 1996, condujo de nuevo a Feijóo a Madrid para presidir el Insalud. Cuatro años después, da el salto a la dirección de Correos de la mano de Álvarez Cascos. Su fama de gestor se extendía y aún hoy hace de ello su bandera.
En 2002 se afilia al PP por Ourense y se produce el accidente del ‘Prestige’, detonante de la maniobra de Génova para ajustar cuentas con el sector de la boina -la corriente más galleguista del partido- y, al mismo tiempo, cimentar la exitosa carrera de un Feijóo que volvía a Galicia. El entonces eterno delfín de Fraga, José Cuiña, fue apartado de la Xunta, dejando su sitio a Feijóo, en 2003, como conselleiro de Política Territorial, ascendido en septiembre de 2004 a vicepresidente primero.
La pérdida de las elecciones en 2005 por parte de Fraga le abrió las puertas a convertirse en el auténtico sucesor, aunque no era el favorito del León de Vilalba. No tenía base territorial para competir con los ‘barones’ del PPdeG y de nuevo medió Romay para entregarle la provincia de A Coruña e inclinar la balanza en su favor con el beneplácito de Génova.
Carrera a Génova Ahí surgió el mito de que Feijóo no se mete en batallas que no pueda ganar, reafirmado cuando cayó en desgracia Rajoy y a pesar de las llamadas para que diera el salto a Madrid tras sus éxitos electorales en Galicia, no respondió. Lo mismo que con Romay la primera vez. No estaba convencido de sus posibilidades y prefería eludir la contienda con Soraya Sáenz de Santamaría y Cospedal. En el acto de Santiago que anunció que se quedaba en Galicia llevaba dos discursos: uno con el sí y otro con el no.
En 2022 volvió a recibir la llamada, esta vez por aclamación y sin rivales, tras la defenestración de Pablo Casado, y ahí sí dio el paso.
Pero esto no quiere decir que no haya perdido batallas internas. Lo hizo cuando intentó bloquear que José Luis Baltar dejara en “herencia” la presidencia del PP de Ourense a su hijo José Manuel. Lo intentó con un candidato alternativo, pero fracasó ante el poder del clan Baltar.
Amasó cuatro mayorías absolutas incontestables en las elecciones autonómicas sin que sus reveses le pasaran factura. Promovió la fusión de las cajas de ahorro y la operación acabó dejando a Galicia sin entidades financieras propias; “vendió” un acuerdo millonario de la petrolera Pemex con Barreras, el mayor astillero privado de España, con el que la compañía mexicana asumió el control del accionariado y prometió un manojo de contratos, pero solo se ejecutó uno y Barreras está hoy en vías de liquidación; predicó el mantra de la austeridad y triplicó la deuda pública de 4.000 a 12.000 millones de euros; rompió el consenso lingüístico de la era Fraga y redujo la presencia del gallego en las aulas; veraneó con el contrabandista de tabaco Marcial Dorado y lo achacó a cosas del pasado y a que desconocía sus actividades ilegales…
Aunque de maneras templadas, Feijóo es un político aguerrido que no rehúye el cara a cara. Se crece. Su desconocimiento en algunas materias lo suple con desparpajo y obstinación. Durante su paso por la oposición fue implacable con el gobierno PSOE-BNG de la Xunta, protagonizando quizás la campaña más dura registrada en Galicia, aunque él evitó implicarse personalmente en los ataques. Ya en el Gobierno, hacía una oposición igual de contundente a la misma oposición. Le gusta ir al ataque.
Tiene habilidad para contrariarse y equivocarse y al mismo tiempo salir airoso. Un claro ejemplo es su relación con Vox. Se marca un objetivo y va a por él. El pragmatismo le funciona.
No le gusta delegar, salvo que sea estrictamente necesario. Se ha rodeado de un grupo pretoriano que es el mismo, prácticamente, desde el inicio de su carrera en Galicia. La confianza mutua es plena y la entrega al líder, absoluta. Le hace el trabajo que no se ve y, además, de forma efectiva. Cambió conselleiros, diputados y alcaldes, pero no su núcleo duro.
Es muy presidencialista y extremadamente reservado en sus decisiones -casi hermético-. Hasta el punto de que hubo conselleiros que se enteraron el mismo día de que iban a ser nombrados como tales. Aborrece las filtraciones e intenta controlar al máximo la información que sale de su entorno. Tiene mano dura conjugada con una ambición que le permitió enderezar el PPdeG tras el relevo de Fraga sin que le saltaran las costuras a un partido célebre por sus “barones” o enterrar uno tras otro a los líderes de la oposición. Vende gestión, solvencia y estabilidad, una receta que convence al electorado. Presume de cuentas saneadas y cuando puede, aplica rebajas de impuestos, pero selectivas.
Y se muestra muy celoso con su vida privada, de la que apenas da detalles. Tanto que no se sabe si está casado. Tuvo varias parejas conocidas, la última Eva Cárdenas, con la que tiene un hijo, Alberto, de seis años. Con 61 años, mira ahora cara a cara a Moncloa.