La actriz Elisa Mouliaá, a su llegada a los juzgados de la plaza de Castilla, en Madrid, el pasado día 16. / E. Press
Elisa Mouliaá, cuyo apellido procede de Grecia, aunque su familia tiene antecedentes galos, debutó con nueve años en una compañía teatral, estudió psicología, siguió formándose como actriz y tras una trayectoria zigzagueante (qué trayectoria artística no lo es) se hizo conocida (o sea, triunfó) en 2010 cuando entró como personaje fijo en la serie de TVE Águila Roja. Ahí interpretó el personaje de Irene. Ocho temporadas. Fue también presentadora en la televisión pública y trabajó en películas como Embarazados y en series como Buscando el Norte.
Pero ha sido conocida por todo el mundo gracias no a interpretar un papel (cosa de la que algunos la acusan) y sí por ser una víctima. Presuntamente. De Íñigo Errejón, reo de incoherencia que decía hace unos años en X eso de que «no hay denuncia falsa» y al que su propio personaje, según confesión propia, ha acabado devorando. No era un progre, era un machista. Un presunto mamarracho que decía una cosa y hacía otra. Un hipócrita de libro. O de cómic. Un señoro con pinta de niñato, un incontrolado con conductas que si no penalmente punibles (eso lo decidirá el juez) sí son éticamente reprobables. No moralmente reprobable, que la moral es cosa subjetiva y de cada una, y además adaptable.
Ante el juez Adolfo CarreteroMouliaá declaró el día 16 una hora ante el juez Adolfo Carretero, que investiga el supuesto delito de agresión sexual de Errejón, el errejonazo. La actriz y presentadora televisiva ratificó y amplió su denuncia, reiterando que el expolítico le tocó en varias ocasiones sin su consentimiento y deslizó ahora que no descarta que él le echase alguna droga en la bebida. Un dato nuevo. Errejón aseguró que no se sacó el pene y Mouliaá ha hecho una gira por las televisiones explicando el acoso guarreras del expolítico. No está exenta de contradicciones. Sin embargo, el interrogatorio del juez ha causado tal revuelo que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) recibió más de 900 denuncias en 48 horas y decidió abrir una investigación. Menos mal que no ha creado una comisión de investigación, que ya advirtió Chesterton de que eso es lo que se hace cuando no se quiere solucionar un problema. Ese Consejo recomienda en su manual de buenas prácticas no hacer preguntas capciosas ni interrumpir ni presuponer. El interrogatorio fue infame, pero hay quien defiende que para hallar la verdad, en un asunto sin testigos, hay que interrogar de esta forma para determinar cada detalle. Como fuera: un espectáculo vergonzoso. Por todo esto, muchas mujeres no denuncian y estos delitos quedan impunes.
«Si la denuncia contiene términos obscenos no es mi culpa», ha alegado el juez Carretero. Es el mismo juez que dijo: «¿No sería que usted sí quería algo con ese señor?». Lamentable. Más que magistrado, a ratos parecía el abogado defensor de Errejón.
Mouliaá contrajo en agosto de 2019 matrimonio con el australiano Shaun Raymond, con el que tuvo en 2020 una hija. Se divorció en 2023. El caso de Mouliaá, que es el caso Errejón, ha sacado a la palestra (la palestra es el Twitter, mayormente) el debate sobre el consentimiento, el sí es sí, el no es no y hasta la forma en la que las denunciantes han de afrontar estos procesos. El interrogatorio del juez fue descarnado, punzante, invasivo. La víctima sufre reviviendo el asunto. Pero sin preguntas no hay respuestas. Otra cosa es que el magistrado, como en este caso, se adorne con apostillas o añadidos, rozando los juicios de valor, como cuando dijo: «Ah, entonces era un magreo». Un amante de los términos en desuso, sin duda. El juez se ha convertido en protagonista igual que un mal árbitro de fútbol adquiere protagonismo, cuando lo suyo es que pase desapercibido o inadvertido. El asunto está visto para sentencia, pero Errejón pareció más ufano y altivo que cuando hizo la pública confesión de ser un hipócrita. Tal vez lo de Mouliaá suponga un hito para que a partir de ahora la justicia haga las cosas de otra manera. O seguramente no.