Al igual que los gusanos que escarban entre las fosas, yo formo parte de esta isla. Todo el que viene aquí, lo hace para quedarse. Mi nombre es Tommy Leary y les hablo desde el corazón de la Isla de Hart, sepultado en algún lugar del kilómetro y medio que recorre su área de norte a sur.
Yo nací en un mundo quebrado por el talón de Wall Street. Un sistema incapaz de sostenerse sobre el frustrado y envilecido siglo XX. Me crie en los barrios periféricos de la opulencia, contemplando desvanecerse el sueño americano como pompas de jabón. No nací pobre, pero la pobreza me abrazó con la inevitabilidad de un cumpleaños. Tuve unas cartas demasiado malas para jugar sobre un tapete en el que, más que dinero, se disputaba el hambre. Y comencé a hacer trampas. Las trampas son los recursos de aquellos que tienen las mangas demasiado cortas para ocultar los ases. A los que tienen manga ancha para cometer fraudes se les ven las intenciones antes que los naipes, pero esos nunca bailan con la mala suerte. La mala suerte solo saca a bailar a los desesperados, como yo. Sin haber alcanzado la mayoría de edad para bailar con putas, yo bailé con la más experimentada. Aquella mala fortuna me robó la poca arena que guardaba en los bolsillos.
Por qué has llegado aquíY así llegué a la Isla de Hart, para morir en un reformatorio a espaldas del East River. La primera vez que pisas un correccional, todos quieren saber por qué has llegado hasta aquí, pero nadie lo pregunta. No hay respuesta buena. De todas las dudas que te acechan mientras avanzas a través de los alargados pasillos, lo único importante es saber si vas a sobrevivir en un lugar del que huyen hasta las ratas. Y esa duda la resolverás muy pronto o muy tarde, según sea tu resistencia al frío.
Yo ni siquiera sobreviví treinta meses. Con las cartas que tenía me planté con 15 años, justo el doble de las siete y media. Supongo que al arriesgar tantos naipes te pasas con creces. Demasiadas manos desperdiciadas. En el crudo invierno de 1940, una pulmonía logró lo que no pudieron el hambre ni las palizas. Sepultaron mi cadáver en un cajón de madera con el olor apergaminado de otro inquilino, y me apilaron junto a otros ataúdes en una de las fosas excavadas en la Isla de Hart.
DesequilibriosDebido a los desequilibrios que planteaba la imparable expansión de Nueva York en 1868, el alcalde John Thompson Hoffman decidió que la manera más rápida y limpia de ocultar la miseria era esconderla debajo del felpudo. Por este motivo compraron una alfombra con una superficie aproximada de 21 hectáreas: La Isla de Hart. La tapizaron con hospitales de cuarentena, instituciones psiquiátricas, reformatorios y fosas comunes. Todo ciudadano que desafinaba con el movimiento allegro de la metrópolis, era exiliado a la Isla de Hart. La coqueta Nueva York no estaba dispuesta a presentarse en sociedad con los zapatos manchados de barro.
La segunda mitad del siglo XX se encargó de añadir tantos problemas a la lista que ya no hubo forma de ocultar lo evidente. La Isla de Hart fue abandonándose a medida que cerraban sus hospicios, los manicomios, el reformatorio. Poco a poco, la vida con fecha de caducidad, atravesaba el East River para acabar sus días en el Bronx o en algún suburbio del extrarradio. En aquellas 21 hectáreas, la paradoja solo dejó con vida el cementerio, una enorme extensión de terreno aislado de la prisa y los negocios; sombrío y silencioso como una jaula de pájaros muertos.
Esta ciudad de pabellones torcidos no está abandonada. Un millón de cadáveres habitan sus calles subterráneas: tuberculosos, soldados de la guerra de secesión, enfermos de fiebre amarilla, mujeres manchadas de locura, adolescentes difíciles, indigentes, víctimas de pandemias. Difuntos que nunca fueron reclamados, enterrados en el olvido sin flores ni ceremonia. Todo el terreno es un gigantesco cementerio que agita sus ramas secas por encima de los tejados ruinosos. En esta isla, próxima a Nueva York, se conserva la tragedia fosilizada. Más que cadáveres, aquí están enterrados la conciencia y el remordimiento de un sistema.