Conocemos la escena: la playa azotada por el viento, las olas espumosas, los atletas que corren a cámara lenta sobre la arena mojada mientras suena la célebre melodía electrónica de Vangelis, ya convertida por la cultura pop en sinónimo de esfuerzo físico épico. Así comienza Carros de fuego (1981), recreación de la historia de dos corredores, el devoto cristiano Eric Liddell y el judío Harold Abrahams, que tras enfrentarse al antisemitismo, la rígida estructura social británica y los caprichos de Dios lograron subirse al podio. Única ficción sobre el olimpismo hasta la fecha en ganar la versión cinematográfica de la medalla de oro, el Oscar a la Mejor Película, transcurría en los Juegos Olímpicos de París de 1924.
Y ahora, justo un siglo después de aquel evento, la misma ciudad volverá a acoger unos Juegos, y seguro que no tardará en existir una película inspirada en la cita porque, después de todo, los Juegos Olímpicos -los de verano y los de invierno- ofrecen una colección de explosivos momentos climáticos resultantes de años de dedicación, sacrificio y ambición y envueltos de mensajes inspiradores o, en otras palabras, puro drama cinematográfico.
Es lógico, pues, que historias de superación olímpica similares a la protagonizada por Liddell y Abrahams hayan contribuido a convertir el cine olímpico en un subgénero prolífico. El héroe de Berlín (2016), por ejemplo, repasa la vida de Jesse Owens centrándose, por supuesto, en la actuación del legendario atleta afroamericano en los Juegos Olímpicos celebrados en la capital alemana en 1936, durante los que desafió al nazismo obteniendo cuatro medallas de oro; la película deja clara la hipocresía de la que Owens fue víctima, convertido por el comité olímpico estadounidense en símbolo de protesta contra las políticas xenófobas de Hitler pero al mismo tiempo sometido al racismo sistémico en su propio país.
También en forma de metáfora política invita a ser interpretada la victoria que recrea El milagro (2004), la que obtuvo el equipo estadounidense de hockey sobre hielo en los Juegos Olímpicos de invierno de 1980, en Lake Placid (Nueva York), imponiéndose contra todo pronóstico a la hasta entonces imbatible selección soviética en la etapa más tensa de la Guerra Fría y simbolizando así el triunfo Occidente sobre el comunismo; el trabajo en equipo, la perseverancia y el culto a la bandera tuvieron mucho que ver en ello, y también en la entrañable anécdota olímpica que Elegidos para el triunfo (1993) exagera y distorsiona con fines cómicos: en 1988, en Calgary, Jamaica -un país no precisamente conocido por sus inviernos y sus paisajes nevados-, se las arregló para mandar a cuatro de sus atletas a que participaran en la competición de bobsleigh; por supuesto, no ganaron medalla, pero se erigieron en favoritos del público.
Y en esa misma cita también participó Michael Edwards, el primer deportista en representar a Gran Bretaña en la competición de saltos de esquí en unos Juegos a pesar de sus evidentes problemas de sobrepeso y su severa miopía; acabó en último lugar en las dos pruebas de las que formó parte, pero eso no le impidió convertirse en plusmarquista de su país. De repasar su rocambolesca historia se encargó Eddie el Águila (2016).
La mítica «Carros de fuego» (1981). / L. O.
TerrorismoInevitablemente, dado lo proclive que el ser humano es a la ruindad, varias de las películas aquí mencionadas no dan cabida alguna en su metraje al tipo de ideales -la paz, la unión, la hermandad- invocados por el fundador del Movimiento Olímpico, Pierre de Coubertin. El 5 de septiembre de 1972, en Munich, ocho terroristas palestinos irrumpieron en la Villa Olímpica y acabaron matando a 11 miembros de la delegación israelí, y el ‘oscarizado’ documental One Day in September recreó lo sucedido mezclando imágenes de archivo con entrevistas efectuadas ad hoc a algunos de los implicados, entre ellos uno de los terroristas; el mismo suceso sirvió de premisa a Steven Spielberg en una de sus películas más sombrías, Munich, que rememora la operación orquestada por el Mossad para asesinar a todos los que habían tenido algo que ver en la matanza, y se muestra inequívocamente crítica con la sed de venganza israelí.
Foxcatcher recrea la funesta figura del millonario John du Pont, que desde principios de los años 80 se convirtió en propietario y patrocinador de un equipo de lucha libre, viajó a los Juegos de Seúl en 1988 para ver competir allí al más dotado de sus muchachos y años después, presa de los celos, asesinó al hermano de este. Y Yo, Tonya retrata con mucha sorna a la patinadora olímpica Tonya Harding, recordada sobre todo por el escándalo que acabó con su carrera: la agresión que en 1994 sufrió su rival Nancy Kerrigan, al parecer orquestada por el exmarido de Harding para allanar el camino de su esposa hacia los Juegos de Invierno de Lillehammer, y de la que nadie llegará nunca a tener claro qué grado de implicación tuvo ella misma.
Fotograma de «Olympia» (1938). / L. O.
Las películas oficialesPrácticamente desde el principio del olimpismo moderno, el Comité Olímpico Internacional (COI) ha patrocinado una película oficial para cada edición de los Juegos; el encargado de dirigir la de los de Barcelona’92 fue Carlos Saura, que decidió centrarla en la prueba reina del atletismo y, en consecuencia, titularla Marathon (1993). Y lo cierto es que entre el grueso de esos largometrajes esponsorizados, y que hasta cierto punto podrían considerarse autopromocionales, se encuentran las que probablemente sean las dos mejores obras cinematográficas de temática olímpica que existen. La primera de ellas es el díptico Olympia (1938), que en buena medida fue concebido para dar soporte a las parrafadas de Hitler sobre la superioridad de la raza aria, pero que, en cualquier caso, es una apabullante lección de cine por parte de su directora, Leni Riefenstahl. Centrado en los Juegos de 1936 -incluye, ojo, imágenes de las victorias de Owens-, ofreció un catálogo de técnicas narrativas -ralentizados dramáticos, planos de multitudes, imágenes tomadas bajo el agua- que posteriormente se incorporarían al canon del cine deportivo, y asimismo instauró el modelo de lo que entendemos por espíritu olímpico: una celebración de la sangre, el sudor, las lágrimas y la fuerza de voluntad de atletas en busca de la gloria.
Sin duda, el maestro japonés Kon Ichikawa se dejó influenciar en mayor o menor medida por ella a la hora de rodar su magnífico documental Las olimpiadas de Tokio (1965). Inicialmente incomprendido -el comité olímpico japonés lo consideró demasiado arty y exigió al director que lo reeditara cara a su estreno-, es un largo e hipnótico poema visual que captura a la perfección las diferentes atmósferas que envolvieron los Juegos de 1964, y que logra introducir al espectador en los distintos estados mentales por los que pasan los competidores, corran o salten, ganen o pierdan. Sea quien sea la persona encargada de dirigir la película oficial de París 2024, que no se olvide de echarle un ojo.