Diane, 6 de enero, 23:30
En media hora parte de mi vida cierra emisión. En un día de reyes al que hemos dado cuerpo de funeral, mis hermanas y yo nos abrigamos del frío que asolan todas esas despedidas, inevitables en el carnet de identidad. En realidad, mi despedida con mi (la infancia se recuerda en determinante posesivo) canal 16 ocurrió de manera tácita, cuando la diversión me empezó a llamar en el exterior y las hormonas se volvieron mejores amigas de la verguenza. Las primeras espinillas delataron que empezaba a ser alérgico al pasado y lo único que crecía, a la par y razón de mis andrógenos, era la curiosidad por descubrir nuevos mundos. Mundos bañados en sangre y en femenino, pronunciado entre palabrotas, un nuevo código que abanderaba una rebelión contra ese enemigo ubicuo donde lo imaginado partía hacia lo real y no al revés: la vida se quería ver en carne y hueso.
Un joven cinéfilo se iba acostumbrando a las bicis sin pedales, con directores como Christopher Nolan o Quentin Tarantino acaparando la parrilla de su nuevo televisor. Pero con los años se produce un tierno y mágico efecto contrario: a voluntad, desandamos las huellas que dibujamos con varias tallas menos. Doce años después, queremos caber en la misma cuna que aprendimos a salir y después acostumbramos a rechazar.
Diane, 7 de enero, 0:00
Un rótulo anuncia, con desagradable insipidez, adulta ortodoxia, lo que ha ido posponiendo el recuerdo durante media hora: «Disney Channel ha cesado sus emisiones». Sin atisbo de recapitulación de fragmentos en un último minuto al ritmo imaginario, autodestructivo, de ‘I´ll always remember you’.
Como si ahora 60 segundos fueran, querida Diane, capaces de comprimir todo lo que una programación especial ha amagado con cicatrizar.
El cine nos malacostumbró a concebir que las despedidas son épicas, a acompañar un último abrazo con una banda sonora que nos convenza de ese adiós. La vida, cuanto más ruido, más se recuerda en silencio.
La frase continúa: «Sigue disfrutando de tus series favoritas en Disney Jr». Ya no hay canal 16 y no habrá otro, aunque todos esos títulos griten de su presencia en la amalgama del streaming, al antojo de tu horario y tu nostalgia. Por si el atracón de dulce no fue suficiente, tienes las temporadas enteras. Pero no te apetece, como los últimos 12 años, donde aprendiste a vivir olvidando con un estantería de cuentos y juguetes que también aprendió a echarte de menos.
Diane, 16 de enero, 22:30
Estoy volviendo a ‘Twin Peaks’, ese pueblo que se volvió el de todos en 1990 y no fue de nadie cuando se despidió por aquel 2017. Ese año yo llegaba por primera vez, seducido por las expectativas de una generación X -la de mis padres- que devolvía esas mismas palabras con un nombre y apellido. Otras dos palabras que se volvieron sinécdoque del pueblo y de unos espectadores que infravaloraron el poder del mando a distancia, tan capaz de arrebatarte las horas de sueño y devolvértelas de ensueño. Dos palabras escoltadas por un interrogante que nunca apagaría su señal: ¿Quién mató a Laura Palmer?
David Lynch no es un canal de televisión, pero me gusta pensarlo como la señal que sintonizó la curiosidad por otro tipo de cine. Un capitán de barco que ha llevado el timón de jóvenes como yo, cuya cinefilia estaba en pañales. No habría Victor Erice o Wong-Kar Wai sin ‘Buena Suerte, Charlie’ o ‘Los magos de Waverly Place’, pero no hubiera saboreado la misma magia de mis actuales obras totémicas sin alguien que hubiera desmontado mi mundo por completo. Mundos que no pueden descifrarse, que existen sin una causa que lo acredite y tampoco una explicación contenida por las palabras que otorgan la vigilia. Posiblemente nadie haya descifrado visualmente la identidad humana como el que cineasta que dio ojos al subconsciente y cara a las pesadillas. Ese chaval, obsesionado por la literalidad, empieza a creer que en la vida se sobrevive por la falta de respuestas.