Escribe Daniel Guzmán que ‘La deuda’ aborda «las necesidades afectivas y el desarraigo, sobre la vida y sobre nuestra relación con la muerte, sobre la moral y la culpabilidad pero, sobre todo, analiza la importancia que tienen en nuestra infancia los factores educacionales, sociales y económicos que acaban marcando y moldeando nuestra personalidad». No sé, llámenme nosequé, pero a mí cuando un director se pone a hablar de su película como si fuera un consejero de asuntos sociales, con ese lenguaje engolado de la administración del ramo (no escribe ‘educación’ sino ‘factores educacionales’), la cosa me escama. No he visto ‘Canallas’ (2022), su segundo largometraje como director, pero sí ‘A cambio de nadie’, su debut, y no creo que entonces la definiera como hace ahora con su tercer filme; quizás porque en esa historia sencilla demostraba ser un observador perspicaz de cierta realidad, la del barrio y sus picarescas, sin impostar la voz. ‘La deuda’ es, ya lo siento, harina de otro costal.
Desde el comienzo, todo se ve impregnado por un aire apesadumbrado: el espectador detecta pronto que se sucederán injusticias, incomprensiones y tropelías del sistema, puestas en fila india: desahucios, gentrificación, bancos avaros, las carencias a la hora de abordar la dependencia y la tercera edad… Ante ellas se rebela una especie de superhéroe de barrio, un tipo obcecado y luchador, con un pasado complicado y al que le resulta imposible resurgir. Lo incorpora el propio Guzmán, descarismado, sin garra, incapaz de llevar sobre su espalda el peso de la película. Como director tampoco anda muy fino: ‘La deuda’ podría ser una versión edulcorada de esos últimos thrillers de los hermanos Safdie, odiseas individuales en los callejones al margen de la ley que te recuerdan que no te has tomado la pastilla de la tensión. Pero mientras ‘Good time’ (2017) o ‘Uncut Gems’ (2019) son eficaces crónicas enervantes, a ‘La deuda’ le sobra grasa y le faltan venas, gira demasiado sobre sí misma y resulta bastante repetiva, hasta cansina.
La conclusión del filme resume el error de aproximación a este material por parte de Daniel Guzmán: parece más definida por la ambición de dejar de ser contador de historias agridulces (ay, la seducción de la tragedia) que por zanjar coherentemente, de manera natural, la historia. Ojalá vuelve el narrador sin aspavientos.