Angelina Jolie mantiene una relación inquietantemente estrecha con el cáncer. Tanto su madre como su abuela y su bisabuela maternas murieron de forma prematura a causa de sendos tumores mamarios u ováricos, y hace ya tiempo la actriz se sometió a una mastectomía primero y a una ooforectomía después, para prevenir el desarrollo de la enfermedad. Y esa experiencia personal es parte de lo que inspira Couture, la película que hoy ha presentado a concurso en San Sebastián. “Hacerla ha sido reparador”, ha dicho acerca de ello durante su fugaz visita al certamen, en una rueda de prensa en la que también ha ofrecido un contundente diagnóstico sobre la actualidad en Estados Unidos: “Amo a mi país, pero no lo reconozco”. En cualquier caso, aunque es indiscutible la empatía que genera ver a Jolie en pantalla escenificando situaciones difíciles similares a otras a las que ella misma se ha enfrentado, resulta lamentable que la película a bordo de la que lo hace sea tan vaga y simplona, un relato ambientado en el universo de la alta costura, pero tan desechable como la ropa comprada al peso.
En realidad, Couture no cuenta una historia, sino tres: la de una cineasta especializada en películas de terror (Jolie) que, tras ser contratada por una casa de moda francesa —remedo de Chanel— para rodar un cortometraje sobre una vampira que será proyectado en la Semana de la Moda de París, descubre que tiene un cáncer de mama; la de una joven sudanesa que ha interrumpido sus estudios de farmacia para hacer carrera en el modelaje en la capital francesa; y la de una maquilladora que aspira a hacer carrera como novelista escribiendo sobre sus experiencias en el mundo de la moda. Entretanto, la directora francesa Alice Winocour evidencia interés genuino en las mujeres que trabajan en una historia aún controlada por los hombres, pero al dividir sus atenciones en tres líneas narrativas, acaba echándolas todas a perder. De hecho, las peripecias argumentales de la mayoría de sus personajes son tan intrascendentes que apenas resultan detectables, y la pomposidad de algunos diálogos no logra disimular la superficialidad de los apuntes que se nos proponen sobre el trauma y la mortalidad.
La actriz y directora Angelina Jolie durante / Unanue
Obviamente, nada de eso es culpa de Jolie, que aquí se muestra mucho más vulnerable que de costumbre y confirma un talento excepcional al que últimamente no ha dado suficiente uso: desde 2012 y hasta el estreno de María Callas (2024), recordemos, apareció en pantalla solo en siete películas. Si Couture acaba significando su plena reincorporación al mundo de la interpretación, habrá servido para algo.
Sexo con sentidoEn cualquier caso, la mejor interpretación de cuantas contienen las ficciones aspirantes a la Concha de Oro presentadas hoy sin duda corresponde a José Ramón Soroiz, protagonista de Maspalomas, que por su parte no solo es la mejor de las películas de la competición presentadas hasta ahora, sino también la mejor de sus autores hasta la fecha. Dirigida por Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi, que junto a Jon Garaño componen el equipo creativo responsable de títulos como La trinchera infinita (2019) y Marco (2024), contempla a un hombre de 76 años, abiertamente homosexual, que se ve obligado a dejar su placentera vida en Canarias para ingresar en una residencia, y que, una vez allí, se ve empujado de nuevo adentro del armario.
Dado que, en general, seguimos siendo mucho más antiguos de lo que nos creemos, la película dará mucho que hablar por sus explícitas escenas de sexo urgente entre hombres, aunque no lo hará tanto por eso —al menos, no debería— como por la finura con la que combina lo cómico con lo trágico, y por la agudeza con la que nos invita a reflexionar sobre lo que cuesta conquistar ciertas libertades y lo rápido que pueden perderse, los prejuicios que determinan nuestra forma de mirar a los ancianos y los diferentes tipos de armarios en los que permanecemos encerrados. Goenaga, Arregi y Garaño han cogido la costumbre de llevarse al menos un premio cada vez que pasan por la competición de este festival, y todo apunta a que este año no harán excepciones.
La francesa Claire Denis pasó gran parte de su infancia en África Occidental, y las tensiones sociales y raciales que el colonialismo dejó en ese continente han inspirado no solo algunas de sus mejores películas —Chocolat (1988), Beau Travail (1999) y Una mujer en África (2009)— sino también, desde ahora, la que quizás sea la peor. También presentada hoy aquí a competición, The Fence es poco más que una discusión extrañamente repetitiva y aparentemente interminable entre dos hombres situados en lados opuestos de una valla. Uno, encarnado por Matt Dillon, es el capataz de una obra; el otro, interpretado por Isaach de Bankolé, no se irá de allí hasta recuperar el cuerpo de su hermano, que acaba de morir en la construcción en extrañas circunstancias.
A lo largo de su notable carrera, recordemos, Denis ha basado la mayor parte de su trabajo más destacable en la sugestión y el matiz, y en prestar menos atención a lo que sus personajes dicen que a sus cuerpos en movimiento. The Fence es la antítesis de todo eso. Varios de sus protagonistas hablan de más, a ratos de forma muy extraña —Dillon, en particular, parece recitar sus diálogos en lugar de darles vida— y por momentos a gritos, y el agarrotamiento general de sus escenas delata que la directora no tuvo en cuenta que algunos textos teatrales, y el de Bernard-Marie Koltès en el que se basa su película es uno de ellos, son testarudamente reacios a bajarse de los escenarios para ponerse frente a la cámara.
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